El callejón era angosto, flanqueado por paredes de ladrillo con grafitis viejos y rejas oxidadas. Un farol parpadeante colgaba de un soporte roto, y al fondo, una puerta negra sin distintivos. Frente a ella, dos tipos de cuello grueso y brazos como columnas cruzadas vigilaban con cara de pocos amigos.
Detrás de esa puerta, el sonido de la realidad cambiaba: el zumbido eléctrico se convertía en bajos distorsionados, gritos, vasos que chocaban, apuestas vociferadas.
Y en el centro del caos: Zane Draven.
Vestido con un short deportivo, vendas blancas cubriendo sus nudillos (ya manchadas de rojo), tatuajes rúnicos brillando con un tono carmesí tenue.
En el ring improvisado, otro hombre caía volando contra la barra, su brazo torcido como un garabato roto, el hueso saliendo por el antebrazo. Una lluvia de dientes rebotaba en la madera.
La multitud rugía. Billetes de cien flameaban como banderas de guerra.
DUEÑO DEL CLUB (contando plata):
—¡ESO ES! ¡ZANE, LA BESTIA DE SEABREEZE!
Zane levantó los brazos, jadeando, el pecho subiendo y bajando, la mirada encendida por algo más que adrenalina. Sed. Vacío. Ruido.
En una mesa al costado, su celular vibraba. Y seguía vibrando. Cuarenta llamadas perdidas. Mensajes de Sienna. De Ethan. De Jon. De Liz. Todos sin abrir. Ignorados.
En la mansión Monroe, Sienna estaba sentada en la cama, con el teléfono contra el pecho, los ojos llenos de lágrimas contenidas.
SIENNA (susurrando):
—No puede ser que esté con otra…
Marcó un número.
SIENNA (voz quebrada):
—Liz…
LIZ (respondiendo, con voz cansada):
—¿Pasó algo?
SIENNA (temblando):
—¿Zane está con alguien más? ¿Me está…?
LIZ (suspirando):
—No, Sienna. Zane se está portando como un idiota, eso sí. Pero no lo criamos así. No haría eso.
Desde el despacho escaleras abajo, Alexander colgó el teléfono. Llamó a Sienna con un grito firme, y ella bajó las escaleras sin dudarlo un segundo.
ALEXANDER (tono grave):
—Sienna, tenemos una pista. Uno de mis agentes encontró su ubicación.
SIENNA (inquieta):
—¿Dónde está?
Alexander tardó un segundo. Y cuando lo dijo, el corazón de Sienna se estrujó.
Minutos después, Sienna llamó a Jon. La voz del hombre sonaba seria del otro lado.
JON (sonaba roto):
—¿Dónde está?
SIENNA (poniéndose unas zapatillas):
—En un club de peleas ilegales. Sótano. Cerca del centro.
JON (levantándose de la mesa):
—Voy para allá.
SIENNA (tajante):
—No. Nosotros vamos. Ethan, Chloe, Ryan y yo. Él necesita vernos. Escucharnos.
JON (dudando y suspirando a la vez):
—Tengan cuidado. Zane ya no es el niño que crié… al menos no completamente.
El grupo llegó al callejón en silencio. Sienna, Ethan, Chloe y Ryan. Sophia y Lila no habían querido venir. El miedo les pesaba más que la lealtad. Al llegar a la puerta, los tipos los detuvieron.
GUARDIA (levantando una mano):
—Prohibido el paso.
ETHAN (dando un paso al frente):
—Venimos a buscar a Zane Draven.
Los hombres se miraron. Uno de ellos tragó saliva. Y sin decir más… abrieron la puerta.
La música golpeó como un tren. Heavy metal a todo volumen. Luz roja. Vapor. Alcohol.
Mesas repletas de hombres gritando, mujeres en ropa interior sirviendo tragos, dólares flotando en el aire. Y en el centro, la arena. Zane, parado como un dios caído. Mirando a su próxima víctima. Bañado en sangre que no era suya.
Cuando uno de los tipos fue arrojado de nuevo al piso, inconsciente, con el cráneo sangrando, Zane levantó los brazos, sonriente, y gritó:
ZANE (espástico):
—¿QUIÉN MÁS QUIERE? ¡DALE! ¿QUIEREN VER MÁS?
El público rugió. El dueño del club levantó otro fajo.
Y entonces, Zane los vio.
Los ojos se le apagaron un segundo. Las manos bajaron. La sonrisa se desdibujó.
ZANE (al público):
—Esperen. Pausa.
Bajó de la plataforma, quitándose las vendas ensangrentadas.
SIENNA (acercándose, mirando con furia):
—¿Cuál es tu puto problema?
Zane se encogió de hombros. Sacó un fajo de billetes del bóxer. Se lo ofreció a ella.
ZANE (con soberbia):
—Si querés que te compre cosas lindas… voy a tener que romper algunos huesos.
SIENNA (apartándole la mano, mirada encendida):
—Sos un enfermo.
ETHAN (interviniendo):
—Basta, loco. Esto ya no es para nada normal. No podés seguir así.
Zane revoleó los ojos. Suspiró como si le molestara tener que fingir conciencia.
ZANE (asintiendo levemente, luego girando al público):
—Está bien, está bien. Ya entendí. No arruinen la fiesta. ¡Me voy, gente! ¡Fue un placer hacerlos gritar!
La multitud protestó. Pero Zane tomó un shot de vodka, agarró su mochila y comenzó a caminar hacia la salida.
Sus amigos iban detrás. En silencio. En shock.
Y a su alrededor… el mundo empezaba a temblar. Porque algo… muy dentro de él… ya no quería volver.
Al mismo tiempo en el Cielo, dentro de las salas de Revelación, se empiezan a buscar respuestas. No puede ser que haya pasado casi una semana desde la desaparición de Gabriel.
El área de Revelaciones está en una sala gigante, con columnas que se extienden hasta lo invisible. Cada columna posee ojos flotantes de luz, reliquias de visión absoluta que vigilan los rincones del universo.
Dios camina solo. Su silueta brilla con un dorado apagado. Algo lo perturba.
Frente a Él, un altar celestial proyecta imágenes del Orbe de Esencia flotando sobre llamas, envuelto en cadenas negras con un rastro energético unido directamente a… Zane. Dios entra en alerta, ¿el Orbe ya no está enterrado en las Pirámides?