Zane caminaba de lado a lado en una ciudad pequeña del norte de Arizona. La misma yacía carbonizada, edificios destruídos, gente chamuscada en las calles. Zane había tenido un arrebato de locura en pleno aire y cayó en picada hacia la ciudad, cuando se levantó… su ira contenida se desató en los pobres civiles.
Pero había algo más, una extraña sensación de que algo dentro suyo estaba cambiando.
Zane se encontraba arrodillado en medio del terreno árido, la piel tensa, las venas latiendo como cables electrificados. Sus ojos carmesí centelleaban bajo el sol como carbones encendidos. Un murmullo demoníaco brotaba de su garganta, cada vez más profundo, más gutural.
ZANE (poseído, susurrando):
—No es suficiente…
Las runas en sus brazos ardían como brasas vivas, emitiendo humo negro. El suelo bajo sus pies comenzaba a resquebrajarse. El aire se volvió denso. Sofocante.
VOZ INTERNA (Lucifer, susurrante):
—Si, liberá, descomprimí. Que todos vean ese fuego y odio.
Zane apretó los dientes. Su espalda se arqueó con violencia. De su cuerpo brotaron grietas de lava viva, recorriéndolo desde el cuello hasta los talones. La camiseta se deshizo en cenizas al instante. La cruz que llevaba colgando… se fundió al contacto con la piel ígnea.
Cayó de rodillas, gritando. Su voz ya no era solo suya.
ZANE (poseído):
—¡No me importa quién muera! ¡No me importa quién sangre!
Una onda de choque estalló en todas direcciones, formando un cráter de cenizas a su alrededor. Su piel, ahora completamente cubierta por líneas de magma y símbolos infernales, se endureció como roca viva. El cabello se volvió más oscuro, la mirada más letal.
La transformación había terminado.
La fase dos de su posesión… había nacido.
De fondo, helicópteros militares se acercaban al área con luces rojas parpadeando. Tropas descendían. Ignoraban que no iban a detener a una amenaza.
Iban a presenciar el renacer de un castigo.
Donde Zane había liberado su nuevo poder, se encontraba una de las bases de la OTAN, en el desierto de Arizona. La base ahora se encontraba en alerta máxima.
El sol azotaba el desierto con un calor brutal. El aire ondulaba como agua sobre el asfalto, distorsionando las siluetas de los tanques alineados en el horizonte. El cielo estaba despejado. No había nubes. No había viento.
Solo tensión.
La 5ta División Blindada de la Fuerza Conjunta de Defensa de Occidente estaba desplegada por completo: una línea de más de trescientos tanques M1 Abrams, respaldados por artillería móvil, transportes blindados y misiles tierra-aire.
En el cielo, una docena de F-22 Raptor surcaban el aire con trayectorias calculadas. Helicópteros Apache patrullaban la zona como avispas metálicas listas para picar. Todo estaba calibrado. Todo estaba apuntando a una sola figura.
De pie, a menos de doscientos metros del perímetro, estaba él.
Sus pies apenas tocaban la arena. Su cuerpo no era el mismo que una vez salvó el mundo.
Una capa de energía oscura y rojiza se arremolinaba a su alrededor. Las venas brillaban como lava bajo la piel. Su cabello flotaba como si estuviera bajo el agua. Y sus ojos no eran ojos: eran brasas vivas, alimentadas por el odio de mil mundos.
Las órdenes ya se habían dado. Los intentos de razonar habían fallado. Solo quedaba fuego.
COMANDANTE ROSS (hablando por radio, firme):
—Confirmado. Nivel de amenaza Alfa-Zero. Fuego a discreción.
SEGUNDO AL MANDO (titubeando):
—Señor, ¿estamos seguros? Es… Zane Draven.
Ross apretó la mandíbula.
COMANDANTE ROSS:
—Ya no lo es.
Salieron los primeros disparos.
Y entonces el mundo se fue al infierno.
Los cielos se llenaron de humo y misiles. Explosiones sacudieron el suelo como terremotos encadenados. La tierra temblaba bajo el estruendo de la guerra desatada. Y Zane… no se movió.
Los proyectiles impactaron su cuerpo, una y otra vez. Algunos detonaron directamente sobre su pecho. Otros lo envolvieron en fuego. Pero cuando el polvo se despejó… seguía ahí. De pie. Ileso.
Zane levantó una mano al cielo. El sol se oscureció.
Un enjambre de esferas carmesí, como meteoritos demoníacos, surgió a su alrededor y cayeron con furia. Los F-22 explotaron en pleno vuelo, quebrados como juguetes de papel. Los Apaches se convirtieron en bolas de fuego, cayendo en espiral con sus hélices retorcidas.
Zane dio un paso. Y luego otro.
Saltó más de treinta metros. Cayó con el peso de un castigo divino sobre un tanque. Su brazo atravesó el blindaje como si fuera papel aluminio, y desde dentro, arrancó parte del motor… y a uno de los tripulantes, envuelto en llamas.
Gritos. Fuego. Órdenes confusas.
SOLDADO (gritando entre explosiones):
—¡NO ES POSIBLE! ¡NO ES POSIBLE!
Otro soldado corrió hacia él, temblando, disparando con todo lo que tenía.
Zane le arrancó el cráneo de un solo golpe seco. Sin mirar siquiera, lo arrojó como proyectil: atravesó los torsos de dos soldados más, dejándolos desparramados como muñecos rotos.
La tierra temblaba bajo cada paso. Un batallón completo intentó rodearlo.
Zane alzó ambos puños y los estrelló contra el suelo. Una grieta infernal se abrió como una boca maldita, tragándose a cincuenta hombres vivos. Sus gritos desde las profundidades no eran humanos. No eran soportables.
OPERADOR DE RADIO (desesperado):
—¡La Unidad Omega-Tres ha desaparecido! ¡Repito, ha desapareci—!
Silencio.
Un F-22 descendió en picado, buscando sacrificarlo todo en un ataque kamikaze. Zane saltó. Tomó el avión por el ala. Giró en el aire. Lo partió en dos con sus propias manos. Una lluvia de fuego, cuerpos y metal fundido cayó en cámara lenta.
A un tanque cercano, le arrancó el cañón como si fuera un palo de escoba. Lo giró como un bate de béisbol… y aplastó torsos, piernas, cráneos, con una brutalidad que hacía temblar incluso al desierto.