Hybrid - Fase I

Capítulo XVI - La Sinfonía del Desgarro

La Plaza de San Pedro estaba colmada. El eco de los rezos se mezclaba con las voces temblorosas de fieles desesperados, muchos de ellos aferrados a rosarios, velas, fotografías de seres queridos o crucifijos gastados por el tacto. Algunos lloraban, otros cantaban himnos religiosos con las gargantas rotas, y todos, sin excepción, pedían lo mismo: que el infierno acabara. Que ese ser que una vez fue su salvador, el Híbrido, el muchacho al que millones llamaron Zane, regresara de donde se había perdido.

Pero lo que no sabían es que ya era tarde. Nadie les había advertido que, en este nuevo mundo, rezar invocando al infierno era invitarlo a entrar.

Las campanas de la Basílica repicaron de forma espontánea. No era una llamada a misa. Era una alarma que no se entendía, una advertencia primitiva que venía desde lo más profundo del mármol consagrado.

El cielo, aún siendo pleno día, se oscureció como si un eclipse cayera sin permiso. La temperatura bajó. El aire se volvió denso. Y las primeras cámaras, colocadas por drones, helicópteros de prensa y periodistas de todo el mundo, comenzaron a transmitir. El planeta entero estaba conectado a una sola imagen. A una sola expectativa.

Y entonces, lo vieron.

Zane apareció como una visión infernal emergiendo desde los flancos de la columnata. Descalzo, vestido con una túnica negra rasgada y sucia, con el cuerpo cubierto de ceniza, sangre seca y marcas ardientes que serpenteaban sobre su piel. Sus músculos estaban más marcados, más tensos, casi sobrehumanos, y su cabello, enmarañado, caía como una sombra sobre su rostro demacrado. Pero lo más perturbador eran sus ojos: dos pozos de fuego líquido que no parpadeaban.

A sus espaldas lo seguía una procesión imposible de ignorar: más de mil fieles encadenados, caminando de rodillas sobre las baldosas sagradas, algunos con el rostro quemado por el sol, otros drogados para no desmayarse del miedo. Varios lloraban en silencio. Y muchos, incomprensiblemente, rezaban… a él.

Una música gutural, ancestral, comenzó a emanar desde el cielo mismo. No había coros visibles, pero las voces estaban ahí, en todas partes, entonando cantos en latín antiguo, alabando a Zane y a Lucifer con una cadencia casi hipnótica.

FIELES (con voces cansadas):
—Te Deum Inferni… Ave Zanarum… Ave Luciferi…

Cada palabra era pronunciada por cientos de bocas, y aquellos que se equivocaban o no cantaban con suficiente fervor recibían un látigo de fuego directo a la espalda, cortesía de los Morrakai, bestias demoníacas que custodiaban la procesión con ojos de carbones encendidos y cuerpos hechos de músculo y metal derretido.

Zane avanzaba con paso lento, como si cada pisada significara una sentencia. Las losas bajo sus pies se agrietaban con cada contacto, como si la tierra misma rechazara su existencia.

Y de pronto, de entre las sombras de la columnata, emergió Lilith. Caminaba descalza sobre el mármol como si flotara, vestida con un vestido hecho de carne viva, palpitante, aún húmeda, con los bordes cosidos por alambres y espinas. Su cabello caía como una cortina de oscuridad sobre su espalda, y sus ojos eran pozos insondables de lujuria demoníaca. Se acercó a Zane sin miedo, lo rodeó lentamente, y sin decir una palabra, lo besó.

No un beso humano. Fue un acto ceremonial, repulsivo, ancestral. Sus lenguas se entrelazaron, la sangre brotó de sus labios, y el deseo primitivo explotó en un acto de profanación. Las cámaras lo captaron. Las redes lo replicaron. Millones lo vieron en directo. Miles vomitaron. Cientos lloraron.

Y Zane… se rió mientras seguía besándola.

Cuando finalmente se separó de ella, su mirada se dirigió hacia la multitud. Había algo de ternura en su expresión, pero era un reflejo macabro, una caricatura de compasión. Alzó la voz sin necesidad de gritar. El aire la amplificó.

ZANE (sus ojos destellando fuego):
—Hoy… la iglesia se vacía. Y yo… la lleno de verdad.

Giró lentamente hacia la Basílica. Las puertas estaban abiertas de par en par. Adentro, no quedaban más que sombras y cenizas. Los sacerdotes habían escapado. El Papa se escondía en las criptas. Nadie vendría. Y sin embargo, Zane abrió los brazos.

ZANE (gritando con voz retumbante):
—¡QUIEN CREA EN DIOS, CAMINE HACIA MÍ! ¡QUIEN QUIERA PROBAR SU FE… DEMUÉSTRELO!

Un murmullo estremeció a la multitud. Nadie sabía si moverse o quedarse quieto. Pero decenas se levantaron. Algunos por desesperación. Otros por fanatismo. Muchos por miedo a lo que ocurriría si no lo hacían.

Zane los observó acercarse y arrojó varias cuchillas rituales a sus pies, como quien lanza migajas a las palomas.

ZANE (apuntando a las cuchillas):
—Córtense. Muéstrenme que no me temen. Muéstrenle al mundo que su fe no es de papel.

Varios lo hicieron. Se abrieron los brazos, el pecho, la frente. Se sangraron con lágrimas en los ojos y rezos entrecortados.

Otros, más cuerdos o más cobardes, se negaron. Dieron un paso atrás. Zane los señaló.

ZANE (voz gutural):
—Cobardes. Hipócritas. Ustedes me dieron la espalda cuando más necesitaba ayuda. Hoy… pago con fuego.

Una oleada de fuego negro descendió desde el cielo, envolviendo a los que no se habían cortado. No los quemó por fuera. No los carbonizó. Los desintegró desde adentro. Los cuerpos comenzaron a temblar, a inflarse, y finalmente explotaron en masa como bolsas de sangre a presión.

La plaza se llenó de carne, vísceras y humo.

Y Zane… sonrió como si acabara de dar una bendición.

En la casa de los Monroe, Sienna no podía respirar. Ni moverse. Ni pensar.

El teléfono se le había resbalado de las manos y yacía en el suelo, aún reproduciendo la transmisión en vivo. Las imágenes seguían ahí, crueles, explícitas: Zane, envuelto en una túnica de sombras, besando con devoción a Lilith, la misma criatura que intentó asesinarla meses atrás, la misma que había prometido volver por ella.




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