Anochecía sobre las llanuras calcinadas del norte de Egipto. El cielo, teñido de un rojo oscuro como si el día se negara a morir con dignidad, colgaba inmóvil sobre un paisaje devastado. No quedaban árboles. No quedaban construcciones. Solo cráteres y fuego. El aire olía a carne quemada, a muerte reciente, a desesperación incrustada en la tierra misma. Cuerpos de soldados celestiales y humanos se apilaban como juguetes rotos, inertes, irreconocibles.
Y en el centro del campo, como una herida abierta sobre la superficie del mundo, Zane.
De pie. Desnudo de emociones. Cubierto de sangre ajena. Los tatuajes demoníacos ardían debajo de su piel como brasas vivas, recorriéndolo con pulsos de energía oscura. Sus ojos eran pozos vacíos, y de su boca escapaba una risa hueca, sin alegría ni intención. Una risa que no era suya.
Desde lo profundo del Infierno, Lucifer lo observaba con satisfacción. A sus ojos, la partida ya estaba ganada.
Pero entonces, el viento cambió.
Una brisa dorada descendió desde el cielo como un suspiro de lo divino. Entre el humo y los escombros, emergió una figura conocida: Michael, el Guerrero Supremo, la Espada de Dios. Su armadura estaba rajada. Su lanza manchada con sangre celestial. Su rostro está marcado por las batallas. Pero sus ojos… intactos. Firmes. Inquebrantables.
Zane lo miró como un animal herido que reconoce a otro depredador. Sonrió con crueldad.
ZANE (levantándose):
—¿Venís a morir, perrito del Cielo?
Michael no respondió de inmediato. Solo levantó la lanza, apuntándola directo al corazón del monstruo.
MICHAEL (firme):
—No. Vengo… a liberarte. Aunque tenga que romperte la cara primero.
Zane sonrió con más amplitud. Sus colmillos asomaron, y sin aviso, se lanzó.
El primer ataque fue una explosión de lava negra, acompañada de cadenas ardientes que se dispararon como látigos vivos. Michael giró su lanza con precisión quirúrgica, cortando cada una en pleno vuelo. Las cadenas chillaban como si tuvieran alma propia al ser destruidas.
Zane aterrizó frente a él y lanzó un gancho ascendente que partió el suelo en dos. Michael bloqueó con el mango de su arma, pero la fuerza del impacto lo arrastró diez metros hacia atrás, hundiendo sus botas en la tierra.
Zane se desvaneció.
Reapareció detrás.
Una patada giratoria impactó de lleno en el rostro de Michael, arrojándolo como un proyectil contra una montaña. La piedra se resquebrajó a su alrededor. Zane extendió los brazos, riendo.
ZANE (levantando un dedo):
—Uno.
Michael emergió de entre los escombros, escupiendo sangre dorada. Sin detenerse, corrió hacia Zane, su lanza transformándose en una espada de plasma puro. Un tajo limpio le destrozó el ala derecha a Zane, arrancando un rugido de furia animal.
Zane contraatacó con un puñetazo giratorio, pero Michael lo esquivó, lo pateó en la rodilla y, en un movimiento fluido, lo empaló con su lanza en el abdomen.
Zane soltó una carcajada con la hoja aún dentro del cuerpo.
ZANE (retorciendo la lanza):
—¿Eso es todo?
Lo sujetó del cuello con una mano y lo levantó del suelo. De un giro brutal, lo arrojó hacia el cielo y lo alcanzó en pleno vuelo, estampándolo contra el suelo con una explosión sísmica que levantó columnas de tierra y escombros.
ZANE (sacándose la lanza del abdomen):
—Dos.
Michael, magullado pero vivo, se levantó. Su respiración era pesada. Sabía que el próximo golpe podría matarlo. Pero no retrocedió.
MICHAEL (limpiándose la sangre):
—No vine a detenerte, Zane… vine a despertarte.
Zane rugió. Su brazo derecho se encendió con llamas negras mientras corría como una bestia liberada. Saltó, encendiendo el aire a su paso. Michael lo esperó. El impacto fue brutal. Codo en la mandíbula. Rodillazo al pecho. Puño al hígado. Codazo en la clavícula. Uppercut al mentón. Y finalmente, un puño envuelto en cadenas lo lanzó contra una formación rocosa que colapsó bajo su peso.
Michael cayó de rodillas. Tosió. Jadeó.
ZANE (acercándose con paso lento):
—Tres.
Se detuvo frente al arcángel y bajó la mirada con una sonrisa manchada de fuego.
ZANE (sonriendo):
—Ahora sí… te voy a arrancar el corazón y se lo voy a dar a Lucifer.
Michael levantó el rostro. Su ojo izquierdo estaba casi cerrado. Sus labios partidos. Pero sonrió.
MICHAEL (con dificultad):
—Perfecto. Pero antes… mirá lo que hiciste, Zane.
Y sin esperar respuesta, colocó ambas manos sobre la cabeza del Híbrido.
Zane se congeló.
Sus ojos se abrieron de par en par.
Y lo vio todo.
Sienna, rota, llorando en el baño, abrazada a su madre mientras gritaba su nombre entre vómitos y pesadillas. Viéndolo besar a Lilith. Viéndolo crucificar inocentes. Ethan destrozando su cuarto. Jon perdido en la nada. Liz llorando a solas en la cocina. Ryan temblando en la plaza. Sophia y Lila rezando sin saber si Dios aún las escuchaba.
Cada vida tocada. Cada alma quebrada. Cada herida abierta. Zane lo vio todo. Y algo dentro de él… se rompió.
Gritó.
No como un demonio. No como un guerrero. Sino como un humano.
Un grito de alma desgarrada, de cordura partida, de identidad arrasada.
Su cuerpo comenzó a emitir un aura oscura y roja, como una tormenta expulsando veneno. Michael cayó de rodillas por la fuerza, pero antes de moverse, recibió un puñetazo directo en el rostro. Zane, fuera de sí, lo noqueó con rabia pura. El arcángel voló hacia atrás, estrellándose contra una colina lejana.
Pero sonrió.
MICHAEL (teletransportándose en un haz de luz):
—Está hecho.
Zane cayó al suelo como un peso muerto. Jadeaba. Golpeó el suelo con la frente. Comenzó a chocar la cabeza contra las piedras. Quería despertar. Quería borrar todo. Empezó a rasparse los tatuajes con las uñas hasta sangrar. Se arrancó mechones de cabello. Vomitó sangre sobre el pasto.