El silencio en el Jardín del Edén no era normal. No era ausencia de sonido. Era algo más profundo, como si todo en ese lugar hubiera aprendido a guardar respeto por lo sagrado. No había viento, pero las hojas se movían suavemente. No había sol, pero todo brillaba con una luz cálida que parecía nacer desde el centro de cada pétalo, de cada raíz, de cada piedra.
Zane caminaba sin apuro, sin armas, sin armadura, vestido apenas con una túnica blanca de lino ligero que ondeaba levemente a cada paso. No llevaba las alas, ni el brillo de un guerrero celestial. Solo el peso de haber sobrevivido. De haber despertado. El pasto bajo sus pies destellaba con tonos esmeralda y azul profundo, como si su aura —ahora en paz, pero vibrante— acariciara cada rincón del Jardín con una reverencia implícita. A su alrededor, flores imposibles se abrían sin emitir fragancia, como si su presencia bastara para justificar la belleza. Los árboles tenían troncos que latían, dejando escapar una luz suave a través de la corteza, como si cada uno respirara un recuerdo olvidado por los siglos.
No sabía a dónde iba. No lo guiaba una voz. Era una sensación, un eco lejano que vibraba desde lo más profundo del alma, como si alguien lo estuviera esperando sin haberlo llamado. Doblando bajo un arco de piedra flotante cubierto por lirios dorados que danzaban en suspensión, lo vio.
En el centro del claro, de pie, sin armas, con las alas plegadas y la armadura brillante como si fuera parte de su piel debajo de la capa, estaba Gabriel.
Zane se detuvo de golpe. La visión le sacudió el pecho como un golpe silencioso. El aire se volvió denso. Su garganta se cerró. La emoción le desgarró las rodillas y, sin pensarlo, cayó de bruces sobre el pasto suave y luminoso. No por devoción. Por culpa.
ZANE (voz rota):
—Perdón… Por matarte. Por lastimar a Laheem. Por dejar que el monstruo ganara… Por… por todo.
No podía levantar la mirada. Las lágrimas caían pesadas, mudas, hundiéndose en la tierra sagrada como si también quisieran redimirse. Sentía que su sola presencia mancillaba aquel lugar.
ZANE (añadiendo):
—No merezco estar acá. No merezco perdón.
Gabriel no respondió al instante. Su mirada era calma. No lo juzgaba. Solo lo observaba con la ternura de un hermano que ya había atravesado el dolor. Con pasos serenos, caminó hasta él y se arrodilló a su lado. No hubo palabras, ni rituales. Solo apoyó una mano firme sobre el hombro de Zane.
GABRIEL (voz suave):
—Zane…
Zane no se movió.
GABRIEL (continuando):
—No fuiste vos. Fuiste una herramienta en manos del mal. Un guerrero encadenado. Y sin vos… yo no estaría acá ahora. El despertar de tu Aura Dual generó una onda de energía tan fuerte, que el Padre pudo utilizarla para darme vida de nuevo.
Zane apretó los dientes con fuerza, temblando. El peso que sentía en el pecho no era físico. Era existencia pura. Carga viva.
ZANE (susurrando, temblando):
—¿Me perdonás?
GABRIEL (asintiendo sin dudar):
—Te perdoné antes de morir.
Zane alzó la vista, y lo vio sonreír. Una sonrisa real, serena. No había rencor. No había drama. Solo verdad. Y por primera vez en mucho, mucho tiempo, Zane se permitió algo simple: respirar sin dolor.
Gabriel lo miraba con los mismos ojos que lo habían entrenado, con la misma mirada que una vez creyó en él cuando nadie más lo hizo. No había rastro de odio en su rostro. Ni siquiera una chispa de rencor. Solo comprensión. Una paz profunda, como si ya hubiese llorado todo lo que había que llorar, y solo quedara el amor de alguien que decidió, hace tiempo, perdonar de verdad.
Zane no supo quién se movió primero. Solo sintió el impacto cálido de un abrazo que lo quebró. Se fundieron en un apretón largo, fuerte, como un padre que vuelve a casa después de la guerra, como un alumno que, por fin, se reconcilia con el maestro. Las manos de Gabriel lo sujetaban con fuerza, no por obligación, sino por necesidad.
A su alrededor, el Edén respondía. Flores nuevas crecían a sus pies, abriéndose en espirales de colores imposibles. Una luz descendió desde el cielo abierto, no blanca, sino dorada, cálida, como una caricia que venía desde el origen mismo de la creación. Y aunque nadie lo dijera, aunque nadie lo señalara, algo en el aire cambió: un lazo roto se reparaba.
Minutos después, la puerta del Salón de las Virtudes se abrió como un suspiro contenido. Y allí estaba Gabriel. Vivo. Radiante. Con la misma armadura que tantos habían aprendido a reconocer… pero con el rostro bañado de emoción, de reencuentro, de algo casi humano. Detrás de él, la luz del cielo dibujaba su silueta como si fuera una visión.
Mera fue la primera en reaccionar.
MERA (gritando de emoción):
—¡Papá!
Corrió. No voló, no caminó. Corrió como una niña que nunca había dejado de esperar. Gabriel apenas tuvo tiempo de abrir los brazos antes de que ella se le lanzara encima. Lo rodeó con fuerza, llorando sin contenerse.
MERA (tocándole la cara):
—Estás vivo… ¡estás vivo!
Gabriel le acarició la cabeza, sonriendo entre lágrimas.
GABRIEL (cerrando los ojos):
—No sabés cuánto deseaba volver a verte.
Segundos después, su esposa, una Virtud de cabello dorado y ojos celestes como el amanecer, apareció entre los pilares del salón. El rostro se le quebró en cuanto lo vio. No dijo una palabra.
Corrió hacia él. Gabriel la abrazó con fuerza, y ella lo besó como si el tiempo no hubiera pasado, como si no lo hubiera visto caer… y morir.
La risa emocionada de Mera llenaba la sala. Pero Laheem no decía nada.
De pie, al fondo, con los puños cerrados y los ojos brillosos. Roto por dentro. Congelado por fuera. Gabriel se separó de su esposa y extendió la mano hacia él.