Los cielos ardían de rojo sobre California. La ciudad de Hollywood, símbolo global del arte y la ilusión, ahora era un infierno de carne y fuego. Rascacielos derrumbados. Calles convertidas en trincheras. Las colinas, otrora verdes, escupían lava y sombras, mientras la palabra HOLLYWOOD caía letra por letra, cada una arrastrada al abismo por demonios alados.
Mammon, en su trono de oro deformado, supervisaba la masacre desde lo alto del Capitol Records Building, su risa reverberando por las ruinas como el retumbar de un tambor de guerra. A su alrededor, hordas de demonios devoraban, incendiaban, corrompían. Beelzebub liberaba enjambres de langostas negras que arrasaban con edificios enteros.
La Alianza Internacional de Defensa Global, formada por soldados de Estados Unidos, Argentina, Francia, Italia, Alemania y Ucrania, resistía con desesperación. Tanques M1 Abrams avanzaban entre escombros; francotiradores franceses intentaban frenar desde azoteas lo infrenable; comandos ucranianos se arrojaban a combates cuerpo a cuerpo sin esperanza, sabiendo que cada bala era una oración vacía.
Y aún así, no era suficiente. Las bestias demoníacas estaban por todas partes. Los Karzeths trepaban por paredes como alimañas gigantes, descuartizando a cada soldado que se retrasara. Los Nekrodraks lanzaban misiles infernales desde sus cañones espinales, pulverizando pelotones enteros. Los Morrakais absorbían fuego de metralla como si fuera oxígeno, para luego embestir con brutalidad a través de filas enteras de humanos. Los Zar’Kaloths, levitando en círculos, conjuraban hechizos que deformaban la realidad misma, haciendo que tanques flotaran… y luego colapsaran sobre sí mismos. Los Zul’Kraths taladraban el suelo a toda velocidad, emergiendo de la tierra para arrastrar soldados gritando hacia la oscuridad.
El cielo estaba teñido de rojo. Y Mammon… estaba riendo.
Montado sobre un Zul’Krath modificado con alas metálicas y bocas secundarias en su pecho, Mammon agitó su cetro y gritó:
MAMMON (apuntando con el cetro al suelo):
—¡Arrastren sus banderas al barro! ¡Esta no es su Tierra ya… es nuestro nuevo Infierno!
A su lado, Beelzebub caminaba tranquilo entre los escombros. De su espalda salían insectos oscuros que se convertían en cuchillas voladoras. Con cada chasquido de sus dedos, un escuadrón humano moría por implosión o combustión espontánea.
BEELZEBUB (mirando indiferente):
—Qué rápido colapsa la civilización. Tantos siglos de evolución… y aún corren como ratas.
Una unidad italiana era devorada por un Baal’Gravos en modo berserker. Desde un búnker semidestruido, un joven soldado argentino, herido y apenas consciente, murmuraba a su compañero moribundo:
SOLDADO ARGENTINO (voz débil):
—No… no vinieron… ¿Dónde están los del Cielo?
El soldado francés a su lado, también sangrando, apenas alcanzó a responder:
SOLDADO FRANCÉS (cauterizándole una herida):
—Quizá ya nos olvidaron…
La humanidad gritaba. El mundo temblaba. Y los cielos, hasta ese momento cerrados, se quebraron como cristal. Un estruendo sagrado surcó la atmósfera. Rayos de luz dorada cruzaron las nubes densas como lanzas arrojadas por titanes. Se escuchó un cuerno ancestral, un llamado tan viejo como la Creación misma. Y entonces, el velo entre dimensiones se abrió en lo alto del letrero destruido, dejando caer desde el Cielo un mar de ángeles.
Miles. Decenas de miles. Cada uno descendía como cometa viviente, con alas de fuego, lanza en mano, armadura refulgente y el corazón ardiendo en justicia. El suelo tembló al recibir la fuerza de su presencia. Los demonios, por primera vez en siglos, dudaron.
Al frente de la formación, bajando como un relámpago bendito, Jesús de Nazaret, el Príncipe de la Paz… ahora General de la Guerra. Su cuerpo emanaba un aura tan intensa que el fuego infernal retrocedía. Llevaba una capa blanca azotada por el viento, y en su espalda cruzaban dos espadas resplandecientes: Justicia y Redención. Sus pies tocaron el suelo con firmeza, y su voz, multiplicada por la eternidad, sacudió el alma de cada ser presente:
JESÚS (desenvainando las Espadas del Rey):
—¡No más! ¡Este es el día en que el Cielo responde!
Los demonios rugieron. Los ángeles gritaron. Las trompetas celestiales sonaron desde las alturas, y entonces, con un movimiento de sus espadas, Jesús lideró la carga. El ejército celestial se lanzó al combate como una ola dorada, chocando contra el ejército infernal en una colisión que sacudió los cimientos del mundo. Las espadas se cruzaron. Las garras se alzaron. Ángeles y demonios danzaron en la batalla más grande jamás registrada.
Y en medio del caos, el planeta contuvo el aliento. Porque había comenzado. La Batalla Final.
El aire crepitaba de energía sagrada. Espadas chocaban con garras, rezos con blasfemias, fuego con luz. Ángeles descendían como meteoros, mientras demonios trepaban por los restos de edificios como parásitos sin descanso. En el corazón del campo, las fuerzas celestiales comenzaban a inclinar la balanza… pero aún había oscuridad por vencer.
Sobre lo alto de una torre derretida, Beelzebub, observaba con asco y frustración. Su lengua bífida lamía el aire, captando el olor de los ángeles, pero también… del miedo. Ya no es ajeno. Es el suyo.
BEELZEBUB (murmurando con desprecio):
—Hmpf… tanta luz me va a dejar ciego.
Desde abajo, Jesús avanzaba sin prisa. Cada paso suyo disolvía la corrupción del suelo. A cada movimiento de su capa, los demonios retrocedían. A sus costados, las dos Espadas del Rey vibraban, hambrientas de juicio. Una en cada mano, equilibradas como su propio ser.
BEELZEBUB (sonriendo con falsa arrogancia):
—¿Venís a sermonearme, Nazareth?
Jesús no respondió. Solo levantó ambas espadas. En un suspiro, se movió. No fue una carga. Fue un relámpago cruzando un cementerio de pecado. El cuerpo de Beelzebub reaccionó tarde. Las alas se alzaron, pero ya era inútil. La primera espada —Justicia— le cortó una de las alas insectoides. La segunda —Redención— atravesó el pecho corrupto del demonio, dejando una herida que no sangraba, sino que expulsaba almas atrapadas, gritando de liberación.