Hybrid - Fase I

Capítulo XXXIII - Que Te Lleven Los Demonios

Los ojos de Zane se abrieron de golpe, como si la vida hubiera sido reinyectada en su alma. Pero no eran los ojos de un simple guerrero. Eran pozos infinitos donde el fuego celestial y la oscuridad primigenia giraban al unísono, como si el universo entero se hubiera fundido en una sola mirada. Su cuerpo, magullado hasta el límite, comenzó a regenerarse con una velocidad brutal, soldando huesos, cerrando heridas, reintegrando lo que Lucifer había destrozado.

Estaba arrodillado en medio de los restos de la ciudad. El humo aún se elevaba en columnas silenciosas. A su lado, Sienna lo tomaba del rostro con ambas manos, acariciando con suavidad la mejilla lacerada, con lágrimas corriendo sin permiso.

SIENNA (susurrando):
—Te amo.

ZANE (apenas audible):
—Y yo a vos…

Respondió él, con un hilo de voz, pero más puro que cualquier canto celestial. Su aura comenzó a latir de nuevo. Primero como una brasa débil… luego, como un corazón descomunal despertando. Pero no hubo tiempo.

Como una sombra que se niega a desaparecer… como un eco de odio imposible de silenciar… Lucifer apareció detrás de Zane con un destello de oscuridad absoluta. Su silueta era fuego y venganza, y su presencia arrancaba el aire de los pulmones. Antes de que Zane pudiera levantarse… Una patada bestial impactó directo en su espalda. El golpe fue tan brutal que el cuerpo de Zane salió disparado como una flecha sin control, atravesando el aire y estrellándose contra los restos de un edificio caído. El concreto se rompió como cartón mojado. El estruendo hizo eco en toda la ciudad.

Zadkiel y Ajatar reaccionaron al instante, pero Lucifer ya los había anticipado. Dos explosiones infernales brotaron de sus manos, enviándolos volando en direcciones opuestas, como cometas sin rumbo. Ambos impactaron contra estructuras lejanas, derribando escombros en kilómetros a la redonda. Y entonces, Lucifer caminó. Cada paso suyo hundía el suelo. Sus ojos eran brasas que escupían odio. El rostro desencajado, los dientes apretados, las venas marcadas. La furia era total. Final. Absoluta. Frente a él, Sienna. Arrodillada, temblando, con el alma quebrada pero la mirada firme. Lucifer la miró… y sin piedad, la tomó del cuello con una sola mano. La levantó como si no pesara más que una hoja seca. Sienna pataleó, jadeando, buscando aire. Le hablo con una voz tan saturada de rabia que el aire se agrietó.

LUCIFER (escupiendo):
—¡VOS! ¡Una simple humana! ¡UNA INSIGNIFICANTE! ¿¡Cómo puede ser que hayas causado… tantos PROBLEMAS!?

Sienna forcejeó, sin éxito. Su voz era apenas un susurro entre el ahogo.

SIENNA (buscando aire):
—Yo… solo… lo amo…

Lucifer, apretando más fuerte, mientras sus ojos se abrían como portales al Infierno más profundo, le contestó furioso.

LUCIFER (rugiendo):
—¡SILENCIO!

A varios metros, entre escombros… Zane. Su cuerpo sangraba. Su espalda humeaba. Pero sus ojos… sus ojos no estaban muertos. Observaban. Sentían. Ardían. Y entonces… ocurrió. Un zumbido vibró en el aire, como si la Tierra misma contuviera la respiración. El suelo alrededor de Zane se resquebrajó en círculos concéntricos, como si su existencia fuese un epicentro. Desde su espalda surgió una columna de fuego rojo, un torrente de energía infernal tan denso que parecía un grito visual. Y al mismo tiempo, desde lo más alto del cielo… una columna dorada descendió como un martillazo de los dioses, golpeando directo su cabeza, fundiéndose con su núcleo.

Su aura… no latía. Se convulsionaba. Una sinfonía de explosiones silenciosas bailaba a su alrededor. Las piedras flotaban. El viento giraba en espiral. Las luces del Cielo y del Infierno… temblaban. Su piel comenzó a emanar fuego y bruma. Su pelo ondeaba como si el tiempo mismo hubiese sido alterado. Desde la distancia, Gabriel logró incorporarse, la mirada extasiada, temblorosa, con el cuerpo aún roto, pero el alma en llamas.

GABRIEL (gritando):
—¡SE ESTÁ TRANSFORMANDO! ¡ES EL AURA DUAL SUPREMA!

Flashback. 18 años atrás. Reno, Nevada.

La sala de partos estaba silenciosa. Demasiado silenciosa. Solo el eco de las respiraciones tensas de los doctores y la mirada expectante de Jon Draven, aferrando la mano sudorosa de su esposa Elizabeth. Después de años de tratamientos fallidos y resignación dolorosa, ese día, ese exacto instante, el milagro se hacía real.

Y entonces… nació.

Pero lo extraordinario no fue el llanto. Fue su mirada. Zane abrió los ojos apenas fue depositado en los brazos de Liz. Azules. Intensos. Profundos. Como si cargara siglos dentro. Como si ya supiera quién era. El doctor titubeó, nervioso. Jon se inclinó hacia él.

JON (al médico):
—¿Viste eso?

MÉDICO (nervioso):
—¿Que... que naciera con los ojos así de abiertos...?

JON (sudando):
—No. Que pareciera como si te está mirando directo al alma.

Liz rió entre lágrimas, sin saber por qué… pero sintiendo que había algo más grande que ella misma en su pecho.

6 meses después.

LIZ (gritando desde el living):
—¡JON!

Jon entró corriendo desde la cocina y se quedó congelado.

Zane, con su pañal y su rulo rebelde cayendo sobre la frente, estaba de pie. Caminando. Titubeante, sí, pero sin caer. Ni gatear. Directamente caminando hacia el sillón como si tuviera dos años más.

LIZ (tratando de agarrar la cámara):
—¡ÉL…! ¡ÉL ESTÁ…!

JON (voz baja):
—Sí. Está caminando.

El niño cayó de culo y empezó a reír. Como si supiera que estaba rompiendo las reglas del juego.

1 año de nacido.

La pediatra revisó los papeles tres veces.

PEDIATRA (bajando los lentes):
—¿Zane Draven, un año cumplido...?




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