"Estoy entre la vida y la muerte, el abismo o la firmeza, el dolor o la felicidad, la amargura o la alegría, ¿qué sucede?"
Paige Gilmore.
La vida continuaba.
Eso decía la psicóloga que mi madre contrató para que fuese a mi casa y tuviera dos sesiones a la semana.
Increíble.
No era ella quien estaba sufriendo, no era ella quien le ardía el corazón.
Por eso, no asistía. Y cuando lo hacía, no la escuchaba. Me limitaba a escuchar música a todo volumen.
¿Sanar? ¿Calmarme?
¿Cómo iba a apagar esta llama en mi corazón?
¿Como sanar algo que se rompió por dentro?
A veces, me despierto en medio de la noche, sintiendo un ardor punzante que me recorre el corazón. Es como un recordatorio constante de una vulnerabilidad que no puedo escapar.
En ocasiones siento que se ha convertido en un símbolo de mis propias batallas internas. Los momentos de tristeza o ansiedad parecen surgir a su alrededor, como si se alimentara de mis miedos y mis dudas. Es una carga invisible que me sigue a todas partes, una cicatriz emocional que no puedo ver.
A veces me pregunto si alguna vez sanará, si algún día podré mirar hacia atrás y recordar esto como una lección aprendida. Pero mientras tanto, sigo lidiando con ella, con la esperanza de que, al fin, encuentre la manera de curarme lo que se esconde en lo profundo de mi ser.
Esta herida no iba a sanar tan fácilmente.
Nadie podía quitarme esta opresión del pecho que parecía consumirme cada día.
Después de dos semanas, era hora de ir a la escuela. Había tomado un receso, no tenía las fuerzas para continuar y concentrarme en la historia de la filosofía.
Baje las escaleras hasta encontrar a mi familia desayunando como normalmente lo hacen. Sin embargo, nada era igual.
—Buenos días, cariño, ¿cómo amaneces?—preguntó papá.
—Estoy bien — mencioné sin verlo a la cara. Tome asiento al lado del pequeño Nate, que parecía mejor cada día.
Todos tienen una sombra de tristeza en su rostro, sin embargo, yo estaba destrozada por dentro y por fuera. La apariencia "ordenada" que tenía, era una simple fachada.
Mis padres se miraron entre ellos, preocupados.
Es una mañana como cualquier otra, pero la atmósfera en la casa se sentía diferente. La luz del sol se filtra a través de las cortinas, iluminando suavemente la cocina donde mi familia se había reunido.
El aroma del café recién hecho y las tostadas dorándose llenaban el aire, brindando un momento de calidez en medio de la tristeza. Mis padres, aun tratando de adaptarse a la nueva realidad, hablaban en voz baja, compartiendo anécdotas de tiempos pasados mientras servían el desayuno.
A su lado, Adrián hojeaba un periódico, tratando de mantener la mente ocupada, aunque sus ojos a menudo se desviaban hacia mí, como si buscara una señal de que todo iba a estar bien. De vez en cuando, nuestras miradas se cruzaban, y en esos breves instantes, intercambiábamos silenciosos entendimientos sobre el dolor que ambos estábamos sintiendo.
Mientras masticaba un trozo de pan, no podía evitar deslizar mis pensamientos hacia él.
Su risa resonaba solo en mi memoria, un eco hermoso y doloroso al mismo tiempo. A pesar del vacío, mi familia trataba de mantener la normalidad. Había un esfuerzo consciente por parte de todos para no dejar que el silencio reinara; se hablaba de las cosas cotidianas, del clima y de los planes del día, pero una sombra siempre permanecía.
—¿Te está ayudando la psicóloga, Paige?—preguntó mamá.
No respondí, me limité a masticar mi desayuno.
—Ella hará su efecto con el tiempo, cariño. No la presionemos.
—¿Ustedes creen que una psicóloga me va a ayudar a soportar esto? —me reí secamente, todos me observaron serios —. Este dolor no se irá. Y una tonta psicóloga no me va a sanar. Pídele que deje de venir.
Me levanté de un salto, el ruido de la silla emitió un chillido. La comida no me pasaba, solo me atragantaba.
Me di la vuelta para irme a la escuela, tomando mi bolsa. Sin embargo, papá habló antes de irme.
—Chris no hubiera deseado que seas esta persona, Paige —mencionó. Me quedé quieta en mi lugar.
—Chris ya no está —dije antes de cerrar la puerta con fuerza y romper en llanto.
Toda la vida me he hecho una pregunta, ¿en qué punto todo se derrumba y nos hace perder la esperanza?, ¿en qué momento mi mente decide que ya no puedo más? Todos los problemas parecen insignificantes, el dolor, la tristeza es reemplazada por angustia y no saber por el mañana, tengo miedo de no saber sobrellevarlo y parecer que estamos en un mundo el cual no hay solución.
Al llegar a la preparatoria Payton, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Todo parecía un duro recordatorio de que estaba completamente sola. En casa, en la escuela y en mí misma.
Todos alrededor parecían felices, de vez en cuando me lanzaban miradas de misericordia.
Sentí los brazos de alguien abrazándome desde atrás.
—¿Cómo estás? —me preguntó Aurora. Ella me apretó más fuerte con sus brazos.
—Estoy bien —contesté con rapidez, sin ninguna expresión en mi rostro.
Aurora se separó al escucharme, —¿De verdad? Parece que te ha pasado un tractor por encima.
—Lo estoy —me encogí de hombros —. Tengo todos mis huesos en su lugar.
—Parece que tu corazón no.
—No quiero hablar de esto, Aurora. Vamos a clase.
—Por ahora, no voy a insistir. Pero debes hablar con alguien, Paige. Esto no es sano, debes soltar lo que estás sintiendo.
Respiro hondo para controlar mis emociones antes de hablar.
—No te preocupes, Aurora. Estaré bien.
O eso espero.
Ella me tomó del brazo, entrelazándolos, —Estaré aquí cuando necesites hablar. Ahora vamos a clases.
Al llegar al salón, todos me observaron y se acercaron a mí diciendo "lo siento por tu perdida". No estoy segura cuantas veces lo escuche e hice una falsa sonrisa.