Emma Bennett
Cinco días encerrada en esta habitación.
Cinco días bajo la vigilancia constante de Aiden y Lucas.
Ya no puedo soportarlo más.
Con el sigilo de un ladrón, salgo de la habitación, asegurándome de que nadie me vea mientras camino por los pasillos de la casa.
Cada paso hace que los puntos en mi costado tiren de mi piel de una manera molesta, casi dolorosa, pero lo ignoro.
Mejor eso que seguir acostada en esa cama, sintiéndome inútil.
El aire fresco del patio me golpea en la cara, dándome una sensación de libertad que casi había olvidado.
Ahí estaba Max, mi fiel compañero, que ya no tiene tanta pinta de cachorro.
Ha crecido, es más grande y fuerte, pero al verme, su reacción es la misma de siempre: mueve la cola con entusiasmo y corre hacia mí.
—Hola, chico —le susurro mientras me doblo para acariciarle el lomo y la cabeza.
Max se acurruca contra mi mano, satisfecho con la atención, y por un momento, me siento más tranquila, como si todo fuera a estar bien.
Después de unos minutos, me enderezo y me dirijo a uno de los bancos donde el sol da de lleno.
Me siento, sintiendo cómo los rayos cálidos acarician mi piel.
Max se tumba a mis pies, sus ojos marrones clavados en mí, vigilante y leal.
No s ceuánto tiempo pasó con los ojos cerrados, dejándome llevar por la sensación del sol, pero es el suficiente tiempo para que mi mente se despeje un poco.
De repente, una voz familiar rompe la calma.
—Sabía que estarías aquí.
Abro los ojos de golpe y me giro para encontrar a Aiden a unos pasos de distancia, con los brazos cruzados y esa expresión seria que parece haberse vuelto su nueva norma.
Lleva una camiseta oscura que deja entrever sus brazos tonificados y unos jeans que le quedan demasiado bien para mi propia paz mental.
Su mandíbula esta tensa, y sus ojos, esos ojos que siempre parecen ver más allá de lo que yo muestro, estan fijos en mí.
No digo nada al principio.
¿Qué se supone que debo decir?
Aiden me mira como si estuviera esperando alguna excusa, alguna explicación razonable para que no me mande de vuelta a la habitación como si fuera una niña traviesa.
—¿Por qué no estás en la habitación? —pregunta finalmente, con ese tono de voz que usa cuando sabe que la respuesta no va a gustarle.
Respiro hondo, tratando de no mostrar cuánto me molesta esa mirada de preocupación constante.
—No soportaba estar un minuto más en esa cama —respondo con sinceridad, clavando los ojos en el suelo.
Se que tiene razón en preocuparse, pero también se que necesito respirar, sentir algo más que el peso de la preocupación de todos sobre mí.
Siento su mirada fija en mí, pero no dice nada.
Ninguno de los dos lo hace.
En el silencio incómodo, pienso en cómo nuestra relación ha cambiado en los últimos días.
Desde que me sacaron de ese infierno, Aiden ha estado a mi lado constantemente, casi como si tuviera miedo de que desapareciera si me deja sola por un segundo.
Esa cercanía, aunque reconfortante, también me hace sentir... diferente.
Algo ha cambiado entre nosotros, algo que no puedo nombrar, pero que se siente en cada mirada, en cada silencio.
Finalmente, Aiden suspira y se deja caer en el banco a mi lado, su cuerpo cerca, pero sin llegar a tocarme.
—Deberías haberme dicho que necesitabas salir —dice en voz baja, mirando al frente.
Su tono es una mezcla de reproche y comprensión, lo cual se esta típico de él.
—Y tú deberías dejar de ser tan controlador —replico con una sonrisa, intentando aliviar la tensión.
Aiden me mira de reojo, y por un segundo, pienso que va a soltar una de sus réplicas sarcásticas, pero solo niega con la cabeza, resignado.
—Controlador es una palabra fuerte —murmura, pero su tono se ha suavizado un poco—. Yo prefiero "cauteloso".
Levanto una ceja y lo miro directamente.
—Cauteloso, ¿eh? ¿Así es como llamas a no dejarme en paz ni un segundo?
Aiden suelta una pequeña risa, aunque todavía puedo ver la preocupación en sus ojos.
—Solo quiero asegurarme de que estás bien —dice y esta vez, no hay ninguna broma en su voz.
Siento que algo se retuerce en mi pecho.
Estoy cansada, harta de ser la razón de tanta preocupación.
Pero al mismo tiempo, me doy cuenta de que su preocupación es lo único que me mantiene anclada a la realidad.
Suspiro, mirando al frente de nuevo, tratando de sacudir esa sensación extraña que me invade.
—Lo sé —respondo finalmente, en voz baja—. Pero estoy bien, Aiden. Solo... solo necesito un poco de normalidad.
Lo miro otra vez, esperando alguna respuesta, alguna señal de que estiene lo que estoy tratando de decir.
Y cuando finalmente asiente, se que lo hace.
—Está bien —dice, y esta vez su voz es más suave, más cálida—. Pero si vas a intentar escapar otra vez, al menos avísame.
Le sonrio, una sonrisa genuina, y por un momento, el peso de todo lo que ha pasado parece aligerarse un poco.
—Trato hecho.
...
Estoy sentada en el sofá, pasando los canales sin prestar realmente atención a lo que aparece en la pantalla.
Max está acostado a mi lado, su cabeza apoyada en mis piernas, como si también estuviera aburrido de la interminable búsqueda de algo interesante en la televisión.
De repente, mi teléfono empieza a sonar, interrumpiendo la tranquilidad.
Lo agarro con un suspiro y veo que es la alarma para cambiarme las vendas.
Pongo mala cara, ya que sé exactamente lo que eso significa: dolor, incomodidad y una buena dosis de frustración.
A regañadientes, me levanto del sofá y camino hacia el baño que está en mi habitación.
Ni siquiera me molesto en cerrar la puerta; Aiden está entrenando en el gimnasio del sótano y Lucas anda hablando por teléfono en el patio.