Aidén Sullivan.
Estoy sentado en uno de los asientos de mi jet privado, mirando por la ventana el vasto cielo que nos rodea.
Emma estaba en el baño, probablemente maldiciendo su suerte.
Vamos de camino a Laponia, el lugar que todos asocian con la residencia de Papá Noel, y me deleito con la idea de sorprenderla.
Aún no sabe nada sobre el destino, y esa es parte de la diversión para mí.
Miro hacia la puerta del baño justo cuando Emma sale, y noto de inmediato que algo no está bien.
Su rostro está pálido, con una expresión de cansancio que no se puede disimular.
Su cabello, normalmente lleno de vida, cae sobre sus hombros en un desorden casual, como si ni siquiera tuviera la energía para arreglarlo.
Lleva puesta una sudadera de color gris claro, demasiado grande para su figura, y unos leggings negros que se ajustan a sus piernas.
Las zapatillas deportivas completan el conjunto, y aunque normalmente su estilo relajado tiene un encanto natural, hoy parece estar luchando por mantenerse en pie.
Lo noté hace un par de días, la forma en que su cuerpo se tensaba de dolor, y aunque intenta ocultarlo, no puede engañarme.
Se perfectamente lo que le ocurre.
Por mucho que lo intente, hay cosas que no puedo controlar, como el hecho de que cada mes, su cuerpo se rebele contra ella de esa manera.
Me molesta no poder hacer nada para evitarlo, pero al menos, me he asegurado de que tenga todo lo que necesita para que ese dolor sea lo más leve posible.
La veo dirigirse hacia el sillón frente a mí, claramente con la intención de sentarse, pero antes de que lo logre, me levanto rápidamente y la agarro de la muñeca con suavidad.
—Ven aquí —le digo con firmeza, llevándola a la habitación del jet.
Ella no pone resistencia, y en unos segundos, la acuesto sobre la cama.
Me siento a su lado, observándola mientras se acomoda, con una expresión que mezcla resignación y agradecimiento.
Desde la primera vez que la vi retorcerse por esos malditos dolores, me he informado, casi especializado, en cómo hacer que su sufrimiento sea lo más leve posible.
Si pudiera, evitaría que pasara por esto cada mes, pero se que es inevitable, lo cual me molesta más de lo que puedo admitir.
De repente, veo a la azafata aparecer en mi campo de visión con la bolsa de agua caliente y las pastillas que he pedido hace unos minutos.
Tomo ambas cosas sin decir una palabra, luego le ordeno que se marchara.
No necesito más testigos de este momento.
Acomodo la cabeza de Emma sobre mi regazo mientras ella se queja, su respiración se entrecorta por el dolor.
Coloco la bolsa de agua caliente sobre su vientre bajo, notando cómo me mira sorprendida, como si no hubiera esperado esa atención.
—Toma esto —le digo, ofreciéndole la pastilla y un vaso de agua—. Te ayudará con el dolor.
Emma toma la pastilla sin rechistar y cierra los ojos de nuevo, haciéndose un ovillo mientras la atraigo más hacia mí, envolviéndola con mis brazos.
Ella suspira, aunque su malestar sigue ahí.
—No era necesario —murmura, su voz apagada por el cansancio.
—No me perdería la oportunidad de que me adores un poco más —respondo, dejando que una sonrisa se escape de mis labios.
Emma me da un golpe ligero en el pecho, enterrando su rostro contra mí para que no pueda ver la expresión en su cara.
—Eres un estúpido —dice, pero hay un rastro de afecto en su voz que no pasa desapercibido.
Me inclino hacia su oído, susurrando suavemente.
—Soy un estúpido al que no puedes negarle nada.
—Cállate, Aiden Sullivan —responde, su voz cargada de un cariño que trata de ocultar tras la firmeza.
Sonrio para mis adentros, por que, a pesar de todo, estoy logrando que se sienta un poco mejor.
Pasan unos minutos en silencio, con solo el sonido suave de su respiración y el ruido lejano del jet llenando el espacio.
Emma comienza a relajarse poco a poco, su cuerpo se suelta contra el mío y la tensión en sus músculos se desvanece un poco.
El alivio en su rostro me hace sentir más tranquilo, al menos, por ahora, estoy haciendo lo correcto.
...
Mientras me detengo en la puerta del jet, el aire frío y limpio de la Laponia nevada me golpea el rostro.
El paisaje frente a nosotros es de un blanco inmaculado, tan perfecto que casi parece irreal.
Sostengo a Emma firmemente, un brazo alrededor de su cintura para asegurarme de que no se caiga escaleras abajo mientras ella lleva una venda sobre los ojos.
—¿Dónde estamos? —pregunta, con una mezcla de curiosidad y leve impaciencia.
—Cállate y sigue caminando, o te dejaré caer de cabeza —respondo con una sonrisa que ella no puede ver.
Sabe que no lo hare, pero la idea de darle un susto me resulta divertida.
Emma suelta un resoplido de protesta, pero no dice nada más.
Decido que ya he jugado lo suficiente y paso uno de mis brazos por debajo de sus piernas, levantándola en el aire.
Deja escapar un pequeño grito de sorpresa, agarrándose a mi cuello.
—¿Qué demonios estás haciendo? —protesta entre risas nerviosas mientras yo bajo las escaleras del jet con ella en brazos.
—Evitar que te rompas el cuello, aunque no lo parezca —respondo, disfrutando de cómo se tensa y relaja en mi agarre.
Cuando llegamos abajo, la coloco suavemente en el suelo, justo frente a la cabaña de madera tallada que he comprado especialmente para este momento.
Me quedo detrás de ella, esperando su reacción.
—Está bien, puedes quitarte la venda ahora.
Emma se quita la venda lentamente, y puedo ver cómo su expresión cambia a medida que toma conciencia de dónde estamos.
Sus ojos se abrien de par en par y se lleva una mano a la boca, claramente sorprendida.