La primera vez que Diego vio un fantasma fue cuando se quedó a dormir en la vieja casona, a los cinco años. En aquel entonces, aún vivía el abuelo. Leonora acababa de comprobar que su hijo estaba dormido. Como todo estaba en orden, decidió regresar al salón principal en la planta baja donde se llevaba a cabo la celebración por sesenta y un cumpleaños de la abuela.
Diego abrió los ojos en cuanto escuchó que cerraban la puerta. Enseguida se levantó a jugar con la tableta electrónica. Ni tiempo le dio de encender el dispositivo pues, de inmediato, escuchó pasos afuera de su cuarto. Creyó que su madre regresaba a la habitación, por lo que, sin más remedio, regresó a su cama y se envolvió entre las sábanas.
El tiempo pasó, la puerta nunca se abrió.
Al poco rato escuchó el murmullo ininteligible de una mujer que hablaba en un idioma que el niño no logró identificar. Diego quitó la manta de su cara, cansado de esperar. Descubrió que su tableta estaba encendida. La luz se proyectó en el techo acentuando, aún más, las sombras en los rincones.
El niño se volvió a cubrir la cabeza para intentar dormir, consciente de que los grillos dejaron de cantar. Al cabo de un segundo, observó que la manta descendía lentamente como si alguien sentado en la cama, con su peso, provocará un efecto de arrastre. Aunque en ese momento, Diego no tenía miedo, empezaba a sentir pesadez en su cuerpo, le costaba trabajo respirar. En ese momento escuchó la respiración acelerada de otra persona, de una mujer. Ahora era consciente de que no era el único en la alcoba.
—¿Mamá? — llamó el niño con voz entrecortada. La falta de aire en sus pulmones ocasionó que se sintiera mareado.
Entonces, escuchó el suspiro de una mujer. El corazón del chico empezó a doler. Sintió una desdicha, un sufrimiento desgarrador. Tenía ganas de llorar, pero no por miedo, sino por tristeza. En su interior, surgió la necesidad de ayudarla. Sabía que no era su madre, pero de todas formas, quería decirle que él podía protegerla.
El tiempo pasó hasta que el niño decidió quitar la manta para enfrentar a quien sea que lo acompañaba. Delante de él no había nadie, más que la oscuridad de la habitación. Ni siquiera la tableta estaba encendida. El silencio se volvió ensordecedor. Cerró los ojos y cuando los abrió de nuevo, ya había amanecido. La luz de los primeros rayos del día ingresaban por las dos ventanas, incluso traspasando las pesadas cortinas de terciopelo. Su madre lo recibió con una sonrisa de oreja a oreja.
— Parece que dormiste muy tarde. Te perdiste del desayuno, ahora tendré que pedir que te preparen la comida. Son las once de la mañana, ¿qué estuviste haciendo toda la noche?
El niño negó con la cabeza:
—¿Mamá? — Diego se frotó los ojos, aún tenía sueño.
—Dime, no te quedes callado.
Leonora se levantó de la cama, alcanzó a sacar la ropa del closet cuando notó arañazos en la madera del interior del mueble.
—Pensé que estabas aquí, conmigo.
— Eso no es posible, yo regresé a la reunión con tu padre y tus abuelos.
— No, mamá. Escuché tu respiración.
La mujer regresó a la cama, depositó la ropa limpia y ordenó a su hijo a tomar una duchar. No tomó importancia al dicho del niño porque no tenía tiempo para cosas sin sentido. Aunque ella también vivió una experiencia similar pasadas las tres de la mañana, decidió que no contagiara a su hijo con las leyendas fantasiosas que solían decirse entre la servidumbre.
—----------
Diego bajó de su automóvil y, apenas avanzó dos metros, se detuvo para tomar una flor entre sus manos. Dos meses pasaron para que pudiera tomar posesión de la vieja casona y cumplir con la última voluntad de la abuela. Antes de eso, consultó las finanzas de la plantación de narcisos, corroboró que era inviable mantener un negocio cada vez más costoso.
El joven de veinticinco años recién cumplidos, vestía un traje ceñido a su cuerpo delgado, cuando se agachó para recoger la flor, quedaron al descubierto sus brazos bien torneados. Apreció un instante lo que consideraba como una planta frágil, luego la desechó. Se quedó en el acceso principal, en el pórtico, mientras revisaba constantemente su rolex.
A lo lejos, divisó la llegada de una camioneta desgastada, de color guindo. Una vez estacionado, bajó el capataz acompañado de una mujer mayor y un niño de algunos seis o siete años. Salvo al señor Augusto, no conocía a los demás. Al cabo de unos minutos, el capataz los presentó como la señora Geltrudis y al niño Ensen como nieto de la mujer.
—Señor, ella cuidó a su abuelo los últimos años y pues, quiere saber cuál será su situación.
—¿Qué labores desempeña? — preguntó Diego, algo irritado. Tenía el tiempo contado antes de acompañar a su novia a un evento en la localidad de Cork.
El capataz miró a la mujer.
—Me encargué de la limpieza señor, de las habitaciones, d…
—No se preocupe, puede seguir haciendo eso — interrumpió el joven. Enseguida pidió al señor Augusto que lo llevará a las plantaciones.
Desde que tiene memoria, Villa de Haarlem siempre fue una pequeña comunidad lluviosa. Ninguno de los niños se atrevía a salir por las tardes a jugar, pues era común que anocheciera muy temprano. Diego visitó la casona en dos oportunidades, de las cuales conserva recuerdos muy vagos. A juicio del capataz, la mayor parte del año, el cielo permanecía cerrado, y el viento proveniente del norte no ayudaba mucho.