“Justo cuando la luna muere, corta trece flores de narcisos…” Fragmento del libro: Herbolario, ritual de los narcisos, capítulo 3, pág. 12, año 1909.
De repente sintió que un escalofrío recorría su columna vertebral. Diego Villaroel abrió los ojos, descubrió que se encontraba en medio de la nada, entre los hermosos narcisos de su propiedad. El joven no daba crédito a lo que estaba viviendo, ¿cómo es que llegó a ese lugar, en la noche?, ¿donde estaban su madre y hermanas?
Entonces escuchó un ruido seguido de pasos desesperados. Villaroel quiso caminar, pero sus piernas no respondieron. Desplazó la mirada hacia abajo, no había nada que sujetará sus pies. Sin embargo, se dio cuenta de que algo iba subiendo, ejerciendo presión, de modo que sus piernas quedaron amarradas. La sensación era parecida a la que produce una serpiente enroscándose, solo que sin realizar sonido alguno.
Alcanzó a flexionar las rodillas en varias oportunidades, palpó sus extremidades, pero no había nada. El corazón del joven estaba a punto de salirse de su cuerpo, empezó a temblar, no de frío, sino de miedo. Pero, ¿a qué le temía? La sensación de que alguien lo miraba, de que no estaba solo, provocó que se mantuviera alerta. En ese momento era el único humano a las afueras de la casona. Respiró hondo, en un intento por recuperar la confianza. Se aseguró de mantenerse sereno como si nada malo estuviera pasando. Intentó levantar los pies, primero el derecho, luego el izquierdo, pero fracasó.
—Los narcisos toleran muy bien las bajas temperaturas, se preparan antes de tiempo para soportar el crudo invierno — reveló la voz del capataz.
Diego sintió un alivio momentáneo que rápido se transformó en un nudo en la garganta.
—¿Cómo lo logran? —preguntó una mujer con una inusual voz acartonada.
Villaroel levantó la vista, giró la cabeza hacia la derecha, en dirección al sendero que conduce a las caballerizas. En esa distancia solo pudo ver las siluetas de un hombre y una mujer. No se atrevió a interrumpir la conversación, pues algo en su interior lo obligó a mantenerse en silencio. Intentó caminar, no obstante, en el forcejeo, sus pies se hundieron unos centímetros. «¿Son arenas movedizas?» Pero había tal cosa en las tierras de la familia. De lo contrario, el arquitecto ya se lo hubiera comentado.
—Con meses de anticipación. Hay que plantar el bulbo en septiembre o en octubre. Yo recomiendo que sea en septiembre para que en el mes de noviembre se forme un buen sistema de raíces — continuaba explicando aquel hombre, de pie, a unos pasos de la dama.
La mujer vestía un vestido largo, antiquísimo, en color blanco opaco, la piel de sus manos era extremadamente pálida y pegada al hueso. A diferencia del capataz, ella parecía enferma. En la mano derecha tenía un brazalete de oro con diminutas incrustaciones verde olivo que no pasó desapercibido para Diego por la forma en que brillaba al son de la luz de la luna.
A pesar de que Diego nunca vio la cara de la mujer, sentía conocerla de algún lado. Incluso su voz, le resultaba familiar, solo que en ese momento no logró recordar a quién pertenecía. El capataz la conocía, por la manera en la que conversaban, así que era probable que fuera cercana a la familia.
—¿Cuándo sale el primer grillo? — cuestionó la mujer a los pocos minutos. Esta vez, su voz advertía curiosidad.
Un manto de neblina espesa comenzó a prolongarse a lo largo del campo de flores, ascendiendo al cielo hasta ocultar, no sólo a las plantas, sino también al capataz y a su misteriosa invitada. Esto hizo que la luz de la luna se filtrara en las ramas, plantas y, en general, en todo lo que estuviera a su alcance.
—En enero — respondió el capataz antes de arrodillarse en la tierra con el propósito de hacer pocitos con una profundidad considerable. Acto seguido, alejó las piedras y aquellas partículas de basura. Con las manos compactó la tierra suelta.
—¿Cuándo será la floración? — cuestionó la mujer. En esta ocasión su voz sonó melodiosa, cálida y dulce. Su cabello comenzó a ondear en sintonía con los narcisos que empezaron a mecerse a razón del viento proveniente del norte.
—En la primera luna llena.
La mujer sonrió.
El viento arreció con tal fuerza que Diego se vio obligado a sentarse en las plantas silvestres. Alcanzó un trozo de madera y con ella comenzó a excavar sobre la tierra alrededor de sus pies. No había nada que los mantuviera sujetos, pero aún sentía aquella fuerza proveniente del subsuelo. Quería gritar y pedir ayuda, sin importar que después lo tacharan de loco, pero la voz no salió de su boca. Gritaba sin producir sonido.
La mujer soltó una carcajada que para nada sonaba agradable. El muchacho dejó de respirar cuando se dio cuenta del silencio que sobrevino después. No hizo falta que volteara sobre su propio eje. Sabía que lo estaban mirando. Alzó la vista solo para comprobar su punto; las siluetas de la mujer y del capataz estaban en una posición que parecía mirar hacia él.
— ¿No crees que estas plantas necesitan abono animal o abono…
La pregunta inconclusa quedó en el aire y en los pensamientos del joven, donde apareció la palabra restante: «humano». En consecuencia, Diego giró la mitad de su cuerpo en sentido contrario en un intento desesperado por escapar de lo que estaba viviendo. Una fuerza sobrehumana lo regresó a la posición inicial y lo arrastró metros adelante, destrozando los huesos de sus piernas que seguían enterradas en el lodo.