“Arrodíllate frente al campo…” Fragmento del libro: Herbolario, ritual de los narcisos, capítulo 3, pág. 12, año 1909.
—Te lo dije después de conocer la voluntad de tu abuela. Este lugar no me agrada, esconde secretos que ni conociendolos, lograremos entender. ¿Acaso ya olvidaste lo que pasó con tu padre?, ¿quieres seguir su ejemplo? — cuestionó Leonora durante el desayuno.
Diego tenía jaqueca, el dolor estaba a punto de volverlo irracional, no quería perder los estribos. Su madre llevaba rato persuadiendo que abandonara la casa, de que escogiera su salud mental y no la económica.
—Madre tiene razón, nunca me gustó esta casa y ahora que he pasado varios días aquí, puedo afirmar que algo no anda bien — aseguró Lizeth con un dejo de voz, como si le costara trabajo hablar.
Ella era la hermana de enmedio, tres años mayor que Diego, y cuatro años menor que Nadia. Hace mucho que dejó de creer en religiones, dioses o demonios. Como Ingeniera bacteriologa, nunca se permitió creer en supersticiones. Más cuando esas creencias han perseguido por generaciones a su familia. Lizeth conoce las leyendas, mucho mejor que su hermano menor. Hubo un tiempo en que se obsesionó con el tema, pero a raíz de la muerte de su padre, es que decidió seguir los mandatos del mundo de la ciencia. Decidió que no daría peso a lo que no puede comprobarse con métodos científicos.
No obstante, su estancia en la mansión, ha revelado situaciones inexplicables que atacan principalmente su punto débil, el fallecimiento de su padre y eso la hace vulnerable.
— Es verdad, no quería hablar de ello, pero anoche escuché que la puerta se estaba abriendo. —terció Nadia, la mayor de los hermanos. A pesar de rondar los treinta años, aún conservaba un aire infantil en su rostro, por lo que lograba verse más joven. —Al principio no le tomé importancia, me levanté a cerrar y regresé a la cama, pero enseguida escuché el rechinar de la puerta. Volteé a verla y estaba abierta. No podía pensar en que eso ocurrió por el paso del viento, no, porque las ventanas estaban cerradas.
Diego bebió su té de ciruelos sin prestar demasiada atención a los cuentos fantasiosos de sus hermanas. El día pintaba para ser agradable, lejos de las malas experiencias y de los chismes de la servidumbre que ya comenzaba a perjudicar el buen ánimo en la familia.
— ¿No dirás nada? — presionó Leonora con el ceño fruncido y la mirada contraída por una excesiva preocupación.
—Mamá, ¿en qué parte de la casa murió nuestro padre? — preguntó Lizeth con toda la calma del mundo, pero con la mirada perdida.
La pregunta provocó que todas las miradas apuntarán hacia ella. Diego dejó caer la cuchara sobre el plato, impresionado por el inoportuno comentario de su hermana.
—Jamás lo mencionaste — agregó Lizeth, en medio del abrupto silencio que ni siquiera los sirvientes se atrevieron a molestar, pues en ese momento se disponían a recoger los cubiertos de la mesa.
Leonora fulminó a su hija con la mirada, reprendiendo. Estaba claro que no deseaba hablar de un tema que seguía afectando su mente. Había pasado años esquivando todo lo relacionado a la muerte de su querido esposo, por la forma tan trágica en la que sucedió. La mujer aún conservaba un porte distinguido que alguna vez deslumbró en los eventos a los que eran invitados. No por nada fue considerada una dama ideal para el matrimonio.
Tan hermosa como vanidosa, terminó con la llegada de la austeridad. No por convicción, sino por respeto a la memoria de su difunto esposo. Su cabello, rubio con hilos de plata, caía en ondas suaves sobre los hombros. En sus ojos, grandes, de un mar profundo, anidaba un brillo de cansancio y desdicha, a razón de una vigilia interminable por el bienestar de sus hijos, como si supiera que estaba en peligro constante.
Al ver que Leonora no estaba dispuesta a responder a la pregunta y más bien se encontraba ensimismada en sus pensamientos, Diego se atrevió a hablar, aligerando un poco la expresión de su cara:
— No es necesario hablar de lo que no resolverá los problemas.
Nadia dejó de comer: — La abuela sabía lo que hacía cuando te obligó a vivir en esta casa. No por nada le gustaba seguir al pie de la letra las costumbres misóginas del abuelo.
—Tú lo acabas de decir, yo soy el único que debe vivir en este lugar. No es necesario que te quedes aquí — respondió el joven, en tono condescendiente, sin apartar la mirada de su platillo.
Lizeth suspiró.
Cuando las hermanas abandonaron la casa, Diego enfrentó a su madre, que para entonces, había dejado de probar bocado.
— No fue buena idea dejar que Lizeth se alojará en esa habitación.
— Es la que ella eligió. No me atreví a negárselo.
— Querías evitar los cuestionamientos…
—¿A dónde quieres llegar?
— Está bien. No diré más.
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Una vez que el terreno fue inspeccionado y delimitado, dio inicio el proyecto de la construcción del hotel Magnus, dentro del campo de los narcisos. La tierra donde antes brotaban las flores orgullosas y esplendorosas, quedó a merced del ruido de las máquinas preparadas para el exterminio.
—Tienes la oportunidad de echarte para atrás— afirmó Lizeth, con un semblante serio. Había visto a su hermano caminar de un lado al otro, de la puerta al recibidor, perdido en sus pensamientos.