“...y humedece la tierra fértil…” Fragmento del libro: Herbolario, ritual de los narcisos, capítulo 3, pág. 12, año 1909.
Luces intermitentes blandían como cuchilladas firmes e irregulares dentro de la sala en la vieja casona Lo que antes se utilizaba para fiestas conservadoras y presentaciones en sociedad, ahora permanecía en la completa oscuridad, aunque de vez en cuando las luces de color neon, azul y violeta, hacian ver algunos rostros joviosos aletargados por el alcohol y otras sustancias.
Unos cuantos mensajes por teléfono bastaron para que al poco rato, la gente llegará a la vieja casona. A diferencia de los lugareños, los amigos de Diego no estaban al tanto de las leyendas urbanas que, durante mucho tiempo, acosaron a una familia por generaciones.
Y aunque lo supieran, poco les importaría, ya que ellos estaban ahí para divertirse. Ese era el ánimo que Diego buscaba con el objetivo de contrarrestar los pensamientos intrusivos, alentados un poco por las falsas creencias en la Villa.
Pasadas las doce de la noche, la sala estaba a reventar, con un mar de cuerpos envueltos en cientos de olores dulces y agrios. Todos se movían al ritmo de la música, parecían hipnotizados, siguiendo el instinto y el deseo del momento. La música retumbaba en cada muro de la propiedad.
Un tipo, grande y fuerte se acercó a Diego. Lo saludó con un efusivo abrazo y luego palmeó su espalda en dos ocasiones. En la cara del hombre había orgullo mezclado con diversión.
— Felicidades, Villaroel. Ya ví que el proyecto va viento en popa, estoy seguro que es un éxito asegurado — gritó aquel joven tratando de hacerse entender entre la música a todo volumen y el griterío de la gente.
— Te estaba esperando, Wilson — saludó Diego con una amplia sonrisa y con los ojos brillantes. Aunque se esforzó por escuchar la conversación completa, solo se quedó la parte del éxito asegurado.
—No podía faltar el alma de la fiesta.
—¿Que…?
Ambos se echaron a reír, conscientes de que era inutil mantener una conversación. Luego, ambos se acercaron a una esquina alejada del alboroto, pese a que el sonido de las bocinas aún gobernaba dentro del salón.
—¿Dónde está Lulú? — preguntó Wilson, agachando la cabeza para que su amigo no tuviera que alzar la vista durante la conversación.
Diego se encogió de hombros, debiendo en el acto su bebida preferida: tequila servida junto a cubitos de hielo en un vaso de cristal.
—¿Problemas en el paraíso?
—¿Dónde está tu mujer? — rebatió Villaroel con una sonrisa.
— En su casa, como Dios manda — Wilson desvió la mirada.
La pregunta sobraba, no así sus intenciones. No le molestaba hablar de su novia con el hombre que un día le confesó tener sentimientos por ella, aunque después se retractó afirmando que todo se había tratado de una broma. Sin embargo, sus palabras sonaron muy convincentes. Lourdes y Wilson se conocieron en una recaudación de fondos para diversas organizaciones sin fines de lucro, dos meses antes de que Diego apareciera en sus vidas. Por aquel tiempo solo eran amigos.
— Creo que no me perdona por no acompañarla en el evento de su familia. Prometí ir, pero no cumplí.
— Siempre es el destino el que interfiere — alegó Wilson con la mirada perdida.
Ambos volvieron a reír, uno embriagado en el alcohol y el otro consciente de sus palabras.
—Te dejo mi estimado amigo. La noche es joven y esto apenas empieza. Así que si me necesitas no cuentes conmigo — bromeó Wilson antes de desaparecer entre el mar de cuerpos.
Horas más tarde, Diego continuaba eufórico, presa del buen ánimo y de la bebida. La música vibraba en su pecho, mientras se abría paso entre la multitud con una amplia sonrisa, el cabello revuelto y la camisa desabotonada. Hace rato que no se unía a la diversión debido al periodo de luto tanto de su padre como de su abuela, por las presiones familiares y el deseo de lograr ser alguien en la vida.
Pensar en el futuro resultaba cansado por no decir abrumador. El pequeño señorito de la familia Villaroel lo tenía claro casi desde que nació. Su padre se esmero en inculcarle las ambiciones familiares, pero sobre todo la inteligencia, pues de nada valía quererlo todo si carecía de astucia para los negocios. Su madre hacía su parte, antes y luego de quedar viuda. Ella sospechaba que su hijo se convertiría en heredero universal porque la matriarca de la familia así lo hizo saber con comentarios sutiles.
En un momento, Diego vio pasar una botella de vodka de mano en mano hasta perderse en la oscuridad. Siguiendo el juego, avanzó en esa dirección, alentado por la multitud que coreaba su nombre. Al fondo se escucharon risas mezcladas con gritos de alegría. De pronto, el aire se tornó pesado, difícil de respirar.
Entonces, descubrió de entre las caras conocidas, una que parecía no encajar con el resto. La mujer estaba a unos cuantos pasos, detrás del gentío y delante de la pared. A esa distancia pudo apreciar una mirada afilada, su cabello azabache ondeando dentro de un manto fosforescente.
Villaroel se frotó los ojos con la esperanza de que todo fuera producto de una alucinación causada por la bebida. Esperó a recuperar la vista, pero la figura borrosa se convirtió en una mujer que no parecía de la misma época que la de él. Ella vestía un largo vestido oscuro ceñido en la parte del pecho que caía suelto hasta cubrir sus pies.