Imprimados

Prólogo

Nunca imaginé terminar en una gasolinera en uno de los días más calurosos de la primavera. Empujé ansiosamente la puerta de la tienda con una sola idea en mente: encontrar bocadillos y botellas de agua para mi padre y para mí.

Estábamos en el pueblo de Forest Hill por una conferencia en la que mi padre sería uno de los expositores.

El sonido del tintineo de la puerta me dio una extraña sensación de alivio, como si hubiera cruzado un umbral hacia un lugar donde, por unos minutos, podría esconderme. Me quité las gafas y avancé entre los pasillos. Apenas había gente, lo cual agradecí. El encargado estaba absorto en las pantallas de seguridad; ni siquiera me miró.

Con rock llenándome los oídos, tomé una cesta y me dirigí al pasillo de las golosinas. Necesitaba chocolate.

Después del desastre en el aeropuerto de Chicago —donde me confiscaron mi fragancia personalizada, esa que había hecho en Nueva York con mi madrina—, sentía que me merecía un capricho.

Elegí algunas chocolatinas y luego fui a las neveras por un par de botellas de agua. Justo cuando iba hacia la caja, las luces comenzaron a parpadear. En segundos, la tienda quedó sumida en la penumbra de las luces de emergencia. El aire se volvió denso, casi sofocante, y un gruñido bajo resonó a lo lejos.

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

Instintivamente, me giré para alejarme del pasillo, pero choqué con alguien. La cesta cayó al suelo con un golpe seco, y un aroma intenso a cedro y especias llenó el aire. Me llevé la mano a la nariz, que había recibido el impacto.

—¡Ten cuidado! —exclamé, tratando de sonar firme, aunque mi voz tembló un poco.
—Mira quién lo dice —respondió una voz profunda y tranquila, con una pizca de burla—. Tú fuiste la que no miraba por dónde iba.

Al levantar la vista, mis ojos se toparon con los suyos.

Alto, con una sonrisa ladeada hecha para desarmar y unos ojos color avellana que, como los míos, parecían cambiar según la luz. Esa similitud me inquietó tanto como su presencia. Era guapo, de una forma que rozaba lo irritante. Llevaba una sudadera negra bajo un blazer oscuro: un contraste extraño entre lo casual y lo sofisticado. La capucha le daba un aire misterioso.

Sacudí la cabeza, intentando recomponerme.

—¿Qué…? ¡Tú saliste de la nada! —dije, en un tono más agudo de lo que pretendía.
—Claro, yo salí de la nada —replicó con una sonrisa irónica—. ¿Carrington? —murmuró, casi para sí mismo.

Me tensé.

Ese apellido estaba grabado en el respaldo de mi camiseta.

—¿Cómo sabes…?

No terminé la frase. El cajero carraspeó desde el mostrador.

—¿Señorita, va a pagar o no?

—¡Sí, claro! —respondí, agachándome a recoger la cesta, evitando su mirada.

Pagué mientras sentía sus ojos clavados en mi espalda. El pitido del escáner rompía el silencio… hasta que algo llamó mi atención: un cartel en la pared.

“SE BUSCA — Laila Salvatore”

La foto mostraba a una chica de mi edad. Había desaparecido la noche del eclipse lunar.

Pero lo que me dejó helada fue el tatuaje en su brazo: era idéntico al mío. El mismo diseño que compartía con mi madre.

—¿Cuánto tiempo lleva desaparecida? —pregunté al cajero, con un nudo en el estómago.

—Un buen rato ya —dijo, sin levantar la vista.

Tomé la bolsa y murmuré un “gracias”. En ese momento, mi papá entró en la tienda.

—¿Ya estás lista, Art? —preguntó, su voz cargada de impaciencia.

—Sí, vámonos —respondí, aferrándome a su brazo mientras salíamos.

Subimos a la camioneta. Me miré en el espejo del asiento del copiloto. Mi nariz aún dolía, pero lo que realmente me perturbaba era el recuerdo de esos ojos avellana.
Sabía que no los olvidaría.




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