Imprimados

CAPÍTULO 1 - Bienvenidos a Forest Hill

Un año después...

Mudarme a Forest Hill nunca estuvo en mis planes. Ni siquiera en mis peores pesadillas. Pero era la única opción, una oportunidad—o una condena—para empezar de cero.

Antes vivía en Chicago, una ciudad que brillaba de noche y me hacía sentir viva. Me encantaba perderme entre sus luces, su ruido constante, esa sensación de que algo importante estaba a punto de pasar en cualquier esquina. Pero la desgracia vuelve a mí como si fuera mi sombra. Perdí a dos amigos. Antes de eso, cuando era una niña, perdí a mi madre y a mi hermanito.

Y como si no fuera suficiente, descubrí verdades que hicieron pedazos mi mundo. Aprendí que las leyendas sobre criaturas de la noche no eran solo historias para asustar a los niños.

Solo unas semanas después, mi padre decidió que debíamos mudarnos.

Forest Hill.

Un pueblo demasiado tranquilo, vecino a Black Hill. Un pueblo donde, según mi verdadera partida de nacimiento, nací. Lo supe por los murmullos en casa, esas conversaciones a medias, los silencios incómodos cuando entraba en la habitación.

Como si todos supieran algo que yo no.

Cuando al fin lo confirmaron, intenté mantener la compostura. Por dentro, una parte de mí quería gritar, como siempre me pasa cuando siento que el control se me escapa de las manos. Asimilarlo fue como tragar cristales, lento y doloroso.

Pero al final entendí.

No podía seguir en Chicago. Allí, cada calle me recordaba a mamá y Trevor. Cada rincón estaba impregnado de lo que fui, de lo que perdí. Seguir ahí era ahogarme poco a poco.

Con las maletas en la mano y el corazón encogido, dejé atrás las bulliciosas calles de Chicago. Dejé el viento helado que se metía hasta los huesos, el rugido incesante del tráfico, la ciudad que me había visto crecer entre rascacielos y estaciones de tren cubiertas de graffiti. Y terminé aquí: en un vecindario tan perfecto que parece sacado de una película antigua. Casas blancas, jardines impecables, árboles altos que susurran con el viento, demasiado silencio.

Los primeros días en la nueva casa fueron un torbellino de cajas y polvo. Pasé horas desempacando, intentando darle orden a mi espacio, como si acomodar mis cosas pudiera hacer que este lugar se sintiera un poco más mío. Mi habitación tenía que convertirse en mi refugio, el único sitio donde podría esconderme cuando la rutina, la escuela o la vida en general fueran demasiado.

Los vecinos no tardaron en aparecer con sonrisas y platillos caseros. Tocaban la puerta con excusas amables, pero sus ojos hablaban más de lo que decían sus palabras. Querían detalles sobre nuestro pasado en Chicago, aunque seguro ya habían oído rumores. Aquí, todos parecen saberlo todo de todos.

El sábado, la casa amaneció extrañamente tranquila, como si me diera un respiro antes de que lo inevitable ocurriera. No sonaba la cafetera de papá, ni el zumbido de su afeitadora. Solo el crujido ocasional de la madera bajo mis pasos mientras revolvía cajas en busca de una en particular: la de los portarretratos y cuadros familiares.

El timbre sonó de repente, rompiendo el silencio. Me quedé inmóvil por un segundo, con la respiración contenida. Luego suspiré y bajé las escaleras. Tal vez, después de todo, ya era hora de enfrentar esta nueva vida.

— ¡Papá! No encuentro la caja de los portarretratos familiares —grité desde el segundo piso, intentando sonar calmada, aunque el nudo en mi estómago no dejaba de crecer. La idea de perder esas fotos de mamá me asfixiaba.

— No te preocupes, cariño —respondió desde la sala—. Tenemos visita.

Fruncí el ceño y me miré en el espejo del pasillo.

Mis ojos azules, camaleónicos, quedaban disimulados tras los lentes de contacto color lila que llevaba puestos. Mi cabello castaño estaba recogido en una trenza floja. No quería que nadie supiera cómo eran realmente mis ojos. No todavía.

Suspiré, intentando tragarme la ansiedad que me revolvía el pecho. No podía evitar imaginar lo peor: esas fotos, los recuerdos de mamá, perdidos entre cajas de mudanza.

— Buenos días —dije mientras bajaba las escaleras, forzando una sonrisa que probablemente se veía tensa.

— Artemis, ella es Carol Tyler —dijo mi padre, con su tono tranquilo de siempre—, y su hijo, Charlie.

La señora Tyler tenía el aire de alguien que llevaba tiempo viviendo en este vecindario, con un vestido de flores que parecía salido de otra época y una calidez en la mirada que desentonaba con lo que yo estaba acostumbrada. Su hijo, en cambio, tenía una vibra relajada. El tipo de persona que parece cómoda en cualquier lugar. Llevaba una camiseta ajustada que marcaba su cuerpo atlético, y noté un pequeño agujero en su oreja izquierda, como si hace poco hubiera dejado de usar un piercing.

— Encantada, soy Art —dije, dejando la caja a un lado y extendiendo la mano, aunque mi mente seguía atrapada en la preocupación por esas fotos perdidas.

— El gusto es mío —respondió Charlie, con una sonrisa fácil y ojos marrones que brillaban bajo la luz de la mañana.

— La casa te está quedando preciosa —comentó la señora Tyler, recorriendo el salón con la mirada, como si estuviera admirando una obra de arte.




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