Nunca he sido una madre sin hijos. Nunca he sido de esas mujeres cuyo objetivo primordial es tener un bebé, que siente desde su más tierna edad la necesidad de reafirmar su feminidad a través de una barriga abultada y llena de ¿promesas? Nunca he tenido la sensación de que de no tener un hijo algún día me perdería algo, o sería menos mujer por no aprovechar mis privilegios de género. Más bien lo contrario: en las pocas ocasiones en las que el tema de la maternidad ha surgido, la mayoría de veces con Pedro, siempre he pensado más en los motivos para no tener hijos… ¿Sería una buena madre? —siendo la pregunta más bien retórica y la mayoría de veces con una respuesta negativa— ¿Reproduciría con mis hipotéticos hijos la misma historia familiar que la que me hacía justamente preguntarme si sería bueno tenerlos? Paso palabra…
Tampoco me he despertado una buena mañana con la necesidad imperante de ser madre, al oír mi reloj biológico pegando puñetazos a la puerta de mi útero. El decidir ser madre —la palabra decidir tiene bastante gracia en un proceso en el que ni tu ni tu pareja tenéis ningún control del proceso, por mucho que lo pretendas con pautas, rituales de pre-apareamiento y post coito— fue más bien algo progresivo, como las visitas sucesivas de un galán a casa de su amada, con flores, chocolates, cumplidos y promesas. Quieres a la persona con la que llevas ya años compartiendo tu vida, y te preguntas si ese amor podría llegar a un nivel aún superior por el hecho de crear “algo” nuevo a partir de los dos. Como si pudieses sublimarlo… A la par te invaden las dudas: «Estamos tan bien ahora, los dos solos, sin obligaciones ni compromisos, haciendo y deshaciendo a nuestro antojo. Nuestra vida pegaría un giro de 180°… ¿Cómo afectaría eso a nuestra pareja?».
A tu alrededor, tus amigos y familiares te venden las virtudes —y también alguna desgracia, para qué mentir— del hecho de ser padres: «Es lo más grande que nos ha pasado. Es duro, y te cambia la vida para siempre, pero nunca había sentido algo tan intenso ni hermoso».
Total, que un buen día y casi sin darte cuenta, después de muchas idas y venidas, pasas del más puro egocentrismo y pragmatismo, dejando a un lado los pormenores económicos y logísticos de la descendencia, y decides ser romántico:
«Amor, ¡vamos a tener un bebé!»
En ese instante, entras en una especie de segunda luna de miel: todo son corazones, fuegos artificiales, miraditas cómplices, caricias llenas de promesas... Te pones a ello con la misma energía con la que empiezas en un trabajo nuevo y pensando que el amor que sientes en ese momento —no solo hacia tu pareja si no hacia la vida como la percibes en ese momento— va a tener su recompensa, como ese aumento de sueldo tan esperado después de ser un trabajador constante y responsable. ¿Cómo podría ser de otra forma? Te encuentras de repente volviendo a hacer el amor con tu pareja como a los inicios, no porque de repente hayas recobrado la pasión de antaño —me gusta pensar que no se ha perdido, sencillamente ha sido matizada e incluso reforzada—, sino porque la ilusión de estar participando en algo que crees superior, casi divino, parece de repente darte alas. Flotas. Pedro ya adopta una tradición solemne: darme un beso en la tripa después de habernos fundido el uno con el otro, simplemente porque le gusta pensar que ha sido el primero en darle un beso a nuestro hijo. Y yo me emocionó al pensar que quizás en ese preciso instante podríamos haber hecho algo realmente grande, que transcienda nuestra vida entera y nuestra visión del mundo.
Un tema que hace unos meses apenas ocupaba una conversación entre amigos “recién estrenados padres” se vuelve prácticamente omnipresente. Te preguntas si este será EL MES, o qué rasgos tuyos o los de tu pareja podría llegar a tener. Vives situaciones tan paradójicas como darte cuenta de que has engordado un kilo, o cabrearte contigo misma por haberte pasado con la cena y el vino de las noches anteriores, para justo después sentirte ilusionada porque eso no tenga nada que ver con las proteínas y el alcohol, pero en cambio prometiéndote que en los días siguientes vas a moderar seriamente el consumo de drogas dulces como el café o el té. No vaya a ser que… Hasta me corto yo misma las alas en pleno mes de vuelta al cole en una tienda de moda, rodeada de ropa temporada otoño-invierno —mi sueño hecho textil—: «Para qué me voy a comprar esta falda tan mona, que seguro en unos meses ya no me vale… Mejor un jersey holgado, no sea que…».
Al principio no te das cuenta. Es insidioso, como una gotera. Las gotas van cayendo y van llenando el cubo hasta que no queda espacio para apenas nada más, lo cual no sería un problema… si el tan anhelado bebé llegase. Tendrías un montón de otros cubos que llenar. Pero no llega. Se hace esperar. Se hace desear. Le intentamos quitar hierro el asunto. Total, «los primeros meses son como un pre-calentamiento», «nada serio», «no hay de qué preocuparse»... Todas las grandes sesiones de deporte requieren estiramientos. Hasta llegamos a pensar que lo estamos haciendo mal, como si hasta la fecha no hubiésemos dado con LA manera, LA posición, LA alineación astral, LA posición lunar adecuada… o LA combinación perfecta de todas ellas.
Empiezas a comentar el asunto con amigos, ya padres, por supuesto. Y es que últimamente te das cuenta que todos tus amigos son padres, porque ya sólo ves ese aspecto de ellos. No son personas, no son parejas. ¡SON PADRES! Y muchos, desde su dilatada experiencia —ahora lo cierto es que me meo de la risa solo con recordarlo— te dan unos consejos médicos impagables, unos más hippies que otros:
«No hace falta tener sexo cada día ni de coña. Con que ocurra los días previos a la ovulación, basta» —consejo femenino, enfocado claramente al ahorro energético y la eficiencia del proceso reproductivo.
«Cuando hayáis acabado, pon las piernas en alto para que el semen no sea expulsado de inmediato» —consejo femenino, dado en su mayoría por mujeres que han llegado a un nivel de intimidad con su marido que no les importa hacer el pino puente con todas las vergüenzas al aire.