Indeleble Novrid; un juego de poder

Capítulo III — La paciencia es importante en casos así.

Abrí la puerta de casa con el mayor sigilo posible. El maullido de Ringo esperando a ser alimentado me recibió.

— Shh.

Avancé hasta las escaleras, decidida a bañarme. Tenía lodo hasta por las pestañas. 

Cuando puse un pie en el primer escalón un carraspeo agudo me detuvo. Al darme la vuelta mi madre esperaba de pie con un repasador en las manos.

— ¿Dónde estabas? — preguntó.

El gato se acercó a ella y se frotó en sus piernas, ronroneando. Con cara de desagrado lo quitó de una patada.

— ¡No le pegues! 

— Te he hecho una pregunta.

— Salí a correr.

— ¿Y te atacó un cerdo en el camino? — enarcó una ceja.

— ¿Porqué me atacaría un cerdo?

— Estás llena de mugre, ¿dónde te metiste?

— No quiero discutir ahora — subí algunos escalones, arrastrando las piernas.

— No hay que discutir. Solo respóndeme.

— Me caí — me encogí de hombros.

Repasó mi cuerpo con la mirada, pensando si creerme o no. Al final solo se limitó a asentir y a pedirme que me bañara, porque inundaba la casa con mal olor.

 

Un rato más tarde, ya recostada en mi cama, luego de haber aguantado las quejas de mi insoportable madre y de haber hecho mis tareas, acariciaba a Ringo, que se estaba zampando una croqueta.

— Pobre Capitán Fluffy — lo consolé.

Seguramente él ni recordaba el golpe.

— Pudiste morderla, así te vengabas por ambos.

 

Mientras Ringo maullaba, me puse a pensar. ¿Debería volver con aquellos chicos? Sabía que era peligroso, pero a la vez tenía ganas de saber más.

Además, Adres me había caído bien, aunque solo intercambiamos un par de palabras. Y el hecho de que me hubieran confesado algo de tal semejanza hacía que quisiera ir.

 

A lo mejor debería probar por un tiempo, y si no me sentía cómoda lo dejaría.

Podía hacer eso ¿no?

 

Y podía llegar a ser divertido. A ver, es que ¿quién no querría seguir indagando en algo así si se le presentara la oportunidad? 


 

***

 

Le di un manotazo al despertador en cuanto sonó. ¿Porqué tenía que ser a las cuatro de la mañana? ¿Porqué no a las diez o a las dos de la tarde?

Cuando salí afuera el aire frío me congeló, a pesar de que iba abrigada.

El invierno era la estación que más odiaba del año.

Me sorprendí cuando, al llegar al fondo, sentado en la valla se encontraba Ojos Rojos.

— ¿Me estás esperando? — pregunté estúpidamente. Al escucharme levantó la mirada de un papelito que tenía en las manos.

 — No, estoy admirando el árbol de higos marchito que tienes en aquella esquina. Me encantó tanto que no lo soporté y vine a verla.

Miré a la pobre planta seca, nunca había llegado a dar fruto. De hecho, ni siquiera había terminado de crecer, medía un metro como mucho.

— Ah…— me quedé parada, sin saber qué hacer.

Estuvimos así durante unos minutos. Los huesos se me estaban empezando a congelar.

— ¿Y si nos vamos? — pedí.

No respondió, solo caminó a mi lado.

Después de unos metros en absoluto silencio le pregunté:

— ¿Porqué me haces levantar a las cuatro de la mañana?

— Porque sí.

— ¿No puede ser más tarde?

— No.

— ¿Porqué?

— Porque no.

— ¿Y si lo intentas? Tal vez te guste más dormir hasta tarde.

— No.

— ¿Porqué?

— Porque lo odio.

— ¿Odias dormir?

— Odio tus preguntas.

— ¿Porqué?

— ¿Porqué no te callas?

— Porque no — me miró con molestia y yo sonreí como un angelito.

Seguimos un rato más, pero después de adentrarnos al robusto arbolado dejé de ver con facilidad. Saqué la linterna que había traído y la encendí. Alumbré a mi alrededor con curiosidad, pero él me la quitó y la apagó.

— ¡Eh! Así no puedo ver nada — me quejé.

— Atraerás animales salvajes con eso.

— ¿Qué? ¿Hay animales salvajes aquí?

— Es un bosque ¿no?

— ¡¿Y te parece buena idea caminar por el bosque, en la oscuridad, y rodeados de animales que podrían matarnos?! 

— Shh, el ruido también los atrae.

— ¡Pero no veo nada! — susurré.

De la nada se detuvo y me observó detenidamente. 

— ¿Qué? ¿Ya te volviste loco?

— ¿Crees que puedas teñirte el cabello?

— ¿Para qué?

— El color puede atraerlos también.

— ¿Qué? ¿Y qué van a ver ellos mi cabello? Si estamos metidos en un agujero oscuro.

— Algunos pueden tener visión nocturna. — Mi cara de susto seguramente fue demasiado tentadora, porque de la nada comenzó a reír a carcajadas.

— ¿De qué te ríes? ¿Te parece gracioso que nos ataque algún animal salvaje?

Sus carcajadas se intensificaron.

— ¡Haz silencio!

Pero mis palabras no parecían tener efecto, seguía riéndose fuertemente.

— Ay, As — dijo entre risas.

— ¿Qué? 

— Tenías que ver tu cara. — E intentó imitarme, a lo que me sentí muy ofendida con la mueca que le salió.

— Idiota.

Siguió riendo en lo que quedó de camino. Cada tanto me decía que era muy ingenua.

— ¿Entonces no hay animales salvajes?

— Sí, sí los hay. Pero no habitan en esta zona, a menos que quisieran acercarse a saludarte.

— ¿Y entonces para qué me asustas?

— Porque necesito un entretenimiento de vez en cuando. 

— Y mi desgracia es tu bufón personal.

— Exacto.

— Dios, nos acabamos de conocer y ya me caes mal.

— Creéme, es mutuo.

 

Entré en la casa y casi tropiezo con el marco de la puerta. Lo que, claramente, también le causó gracia y me proporcionó muchas de sus hermosas burlas.

— Ya, cállate — le repetí por quinta vez.

— Es imposible si te sigues comportando así. — Rodé los ojos.

Los demás aparecieron por el pasillo con algunas cosas.




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