Me llamo Elizabeth, y fui testigo del fin del mundo.
No el fin que nos prometieron los libros, ni las películas. No hubo explosiones ni zombis, ni cielos de fuego.
Fue más lento. Más hermoso.
Nadie supo decir con exactitud cuándo fue que empezó.
Algunos dijeron que fue el mar, que se tragó costas enteras como si quisiera purificar los contornos. Otros culparon al cielo, que lejos de callar y mantenerse calmo, escupió tormentas, tan intensas que causó destrozos, ciudades inundadas debido a los grandes diluvios que vinieron después de la gran sequía.
Pero en realidad fue la tierra. Fue el mundo.
Intentando recuperar el control de sí mismo.
No se trató de una guerra, ni de una epidemia. No hubo armas, ni máquinas, ni ruido.
Solo silencio. Y luego, el renacer.
El apocalipsis no llegó del cielo. Emergió desde las raíces.
Y sólo los más aptos serán capaces de apreciarlo y renacer junto a él.