Inefable: el renacer

³/ Soledad

-Soledad-

Diez meses después del hallazgo de la profecía.
-Elizabeth-

Caminar por la ciudad se siente como ver una película, como viajar en el tiempo, como ir por un cementerio. El recuerdo de lo que fué me quita el sueño.

Pero creo que por algo sigo viva.

Las rutas ya no existen, las raíces las rompieron, como si la tierra estuviera expulsando todo lo que alguna vez la hirió. Ya no hay autos, ni bocinas, ni motos, ni siquiera voces.
Solo se oyen insectos a lo lejos y el crujido suave de las plantas que siguen naciendo.

Hoy salí temprano. Necesitaba conseguir algo de comida enlatada, quizás agua, o al menos un lugar con sombra para pasar la tarde.

Llevo una mochila en la espalda, y la ropa vieja y sucia, pues no hay agua para lavarla.
No queda nadie que me lo cuestione, de todas formas,... creo que ya no queda nadie, en general.

Caminé durante largas cuadras, que se sintieron eternas. El calor era agobiante, pero había nubes, y eso era casi un lujo últimamente. Doblé en una esquina donde antes había una panadería. No quedaba casi nada. Vidrios rotos, olor a humedad, todo cubierto por raíces y polvo. Pero entré igual. Ya aprendí que no hay que subestimar los lugares abandonados, casi siempre tienen algo escondido, solo hay que saber mirar bien.

El mostrador seguía ahí, torcido, como si estuviera cansado de esperar. Había restos de bolsas rotas, papeles, una silla dada vuelta.

Y entonces la vi: una estantería caída, medio tapada por una rama gruesa que se metía por la ventana. Me acerqué, la corrí como pude, y entre los escombros encontré una lata. Todavía cerrada.
No tenía etiqueta, estaba oxidada en los bordes. Pero sonaba entera al moverla. La agarré.

Seguí buscando un poco más. Nada. Solo esa lata.

Me senté en el suelo, apoyada contra la pared. La lata entre las manos, caliente por el sol. No sabía qué era. Ni si me iba a caer mal. Pero igual la abrí, con cuidado, con el cuchillo que llevo siempre en la mochila.
Era choclo. Medio aguado, sin gusto, pero comestible.

Se sintió como probar el cielo.

Comí despacio. Como si estuviera en un restaurante, como si esa comida vieja fuese un manjar.
Después de todo, era mi primer almuerzo en dos días.

Cuando terminé, me quedé un rato ahí sentada. No tenía ganas de volver todavía.

Pensé en lo raro que es vivir así, con miedo a no encontrar comida, con miedo a que la comida te mate, o a que no haya más. Pensé en que apenas van diez meses, ¿qué ocurrirá conmigo en algunos meses más, si es que llego? ¿cuánto tiempo me quedará?

Antes me quejaba si no tenía lo que me gustaba en la heladera. Ahora agradezco el choclo viejo.

Un ruido me hizo levantar la cabeza, era como si algo pesado se arrastrara afuera. Me puse de pie de golpe, agarré la mochila, el cuchillo, y me acerqué a la puerta sin hacer ruido, asomé la cabeza con lentitud.

No había nadie.

Toda la ilusión que había sentido por encontrar a alguien, aunque era una mínima, se había esfumado.

Vi pasar un perro flaco, con el hocico bajo. Me miró un segundo, pero siguió su camino.

Al menos los animales seguían aquí.

¿Por qué sigo aquí?

Volví a mirar hacia adentro, observando todo el desastre.
Verde desastre.

Extraño ver a más personas, extraño tener con quien hablar.

Extraño la vida que tenía, por más mediocre que fuera.
Al menos tenía... algo.

Algo más que soledad.

Y no debía recurrir a narrar mis dramas a un diario íntimo cuál niña.

Quizás escribir sea lo único que todavía me escucha.

Volví a atarme la mochila. La lata vacía quedó tirada en una esquina, al lado de las ruinas de una heladera que ya no servía para nada. Me pregunté cuántas personas habrían pasado por ese mismo lugar antes que yo. Si alguien más se habrá sentado en ese piso, buscando sombra y un poco de suerte.

¿Quedará alguien allá afuera, sintiéndose tan perdido como yo lo hago ahora?

Salí otra vez a la calle. El cielo estaba cubierto de nubes grises, pero no llovía. Hace tanto que no llueve que ya casi no recuerdo cómo suena el agua cayendo.

He hecho milagros para no morir de sed todo este tiempo.
Extraño ducharme, beber agua con hielo.

Caminé sin rumbo fijo. Solo para moverme, para no quedarme en el mismo lugar por mucho tiempo. Como si así pudiera esquivar la tristeza. Como si la soledad caminara más lento que yo.

Pero temo alejarme demasiado, como si irme de mi casa significara olvidar, olvidar todo lo que fue mi vida hace un tiempo.

Ya no me queda nada.

¿Por qué yo?

Pasé por lo que antes era una escuela. Las enredaderas trepaban por las paredes, cruzaban las ventanas rotas, colgaban desde los techos como si reclamaran lo que era suyo. Dentro del patio, un árbol gigantesco había quebrado el cemento. Las raíces habían arrasado con todo.

Me detuve un momento a mirar. Sentí algo extraño. No miedo. Era más como... nostalgia, cuando uno se acuerda de algo que fue lindo y ya no existe.

Ya no existe.

Seguí caminando, apretando los puños, como si eso me diera fuerza.

A veces me dan ganas de gritar. Pero no lo hago.

No quiero perturbar el silencio, molestar a la tierra.

Crucé la reja caída de la escuela. No tenía una razón real para entrar, pero sentí que debía hacerlo, tal vez buscando algo sin saber el qué. Tal vez solo quería sentir que aún podía decidir adónde ir.

Caminé con cuidado, no por miedo a tropezar, sino por respeto. Como si ese lugar ya no perteneciera a los humanos. Como si yo fuese una intrusa.

Pasé junto a un columpio torcido que se movía apenas con el viento. Pensé en los chicos que habrían reído ahí. ¿Qué habrá sido de ellos?

Seguí hasta el edificio. Dentro, las aulas estaban vacías. Algunos bancos seguían en su lugar, cubiertos de polvo y humedad. En una de las pizarras todavía se leía, apenas, una frase escrita con tiza:



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En el texto hay: romance fantasia magia

Editado: 23.07.2025

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