La tormenta comenzó en un lugar lejano.
Primero, como un murmullo casi imperceptible entre las nubes, luego como un grito que se extendía por el cielo.
Las ráfagas de viento azotaban montañas, quebraban ramas, agitaban el mundo dormido.
Esa tormenta no era como otras. No era simple lluvia.
Era un presagio.
Una advertencia.
O tal vez… una señal de esperanza.
Mientras los truenos retumbaban en un cielo que parecía abrirse, muy lejos de allí, Elizabeth dormía.
Su cuerpo se removía inquieto. La presión en su pecho volvía, como si algo dentro de ella intentara despertar.
Y afuera, las primeras gotas comenzaron a caer.
Las gotas golpeaban el techo como dedos impacientes.
En el jardín, la tierra suspiraba. El agua se filtraba en sus grietas, despertando raíces que llevaban semanas sedientas.
En el cielo, los relámpagos brillaban, contrastando con la oscuridad de la noche, e iluminando por segundos la silueta de una ciudad casi olvidada, y en su corazón, una casa aún en pie.
Adentro
–Elizabeth–
Me desperté de golpe.
Mi pecho subía y bajaba con rapidez, como si hubiera corrido en sueños, tal vez lo había hecho, pero no lo recuerdo. Sentía el aire cargado, espeso.
El Sr. Michu se había escondido debajo de la cama. Solo veían sus ojos brillando en la penumbra.
Me senté, respirando hondo.
—Es solo una tormenta —murmuro en dirección al gato, pero mi voz tembló.
Porque en el fondo, sabía que no era "solo" eso. Lo sentía en la piel, en los dedos, en lo más profundo de mi pecho.
Esa tormenta debía tener algo que ver con ese sentimiento extraño que últimamente tenía.
Una ráfaga de viento más fuerte que las anteriores abrió de golpe la puerta del fondo, la que daba hacia el jardín en el que solía jugar siempre de niña.
Me sobresalté.
Agarré la linterna y bajé las escaleras, el corazón latiendo en mi pecho con rapidez.
La puerta se balanceaba, golpeando el marco una y otra vez. Cuando fui a cerrarla, mis pies pisaron tierra mojada. La tormenta había arrastrado el barro del exterior hasta la cocina.
Pero eso no fue lo que me detuvo.
Allí, en el umbral, justo afuera…
Una pequeña flor había nacido.
No estaba ahí antes de acostarme la noche anterior.
Una flor nueva.
Vibrante.
Abierta en medio del barro.
Igual a la del sueño.
Pequeña. Delicada.
Me quedé helada. El agua me mojaba los pies, pero ni siquiera lo sentía. Sólo podía mirar esa flor, nacida en medio del barro, como si hubiese estado esperándome. Como si supiera que vendría.
¿Sería acaso una alucinación?
Me agaché lentamente, temerosa. Extendí la mano y rocé uno de sus pétalos. Era real, no de plástico ni un sueño. Sus pétalos eran tibios y suaves.
Eso no tenía sentido. Nada de esto lo tenía. Las plantas no crecen así. No con una tormenta encima. No en un segundo. No debería ser de este modo.
Y, sin embargo, allí estaba.
Sentí un nudo en la garganta. No era miedo. O bueno, no exactamente. Era algo más profundo, una certeza que se arrastraba por mis venas: esto tenía que ver conmigo.
No estaba segura de ello, pero, sin embargo, algo en mí me decía que era así.
Volví a mirar el cielo. Las nubes se abrían apenas, dejando ver por breves instantes una luna pálida, distorsionada por la lluvia.
La tierra, el agua, el aire. Todo se sentía diferente esta noche. Como si respiraran. Como si me miraran.
Volví la vista a la flor. Mis dedos temblaban.
—¿Qué sos?¿Por qué estás acá? —susurré.
Pero la flor no respondió, claramente. Sólo se balanceó suavemente con el viento.
Quise decirme que era casualidad. Una semilla olvidada, la lluvia, las condiciones justas. Pero algo en mí no me dejó creerlo. No esta vez.
Esta flor… se parece demasiado a la del sueño.
Esa que brotó de mi lágrima.
Por un instante la risa de aquellos niños resonó en mi cabeza, recordándoles. ¿Serían personas reales, o solo mi mente jugándome en contra después de haber visitado la escuela en ruinas?
Me levanté, torpe, sintiendo cómo se me aflojaban las piernas. Apoyé una mano contra el marco de la puerta para no caer. Respiré hondo.
El aire olía a tierra mojada.
Y también se sentía pesado, como si cargara algo pesado desde hace mucho. No sé cómo explicarlo. Es como si la tormenta trajera consigo algo que estaba dormido desde hace mucho. Y ahora, lentamente, empezara a despertar.
Y siento como si algo en mí también lo hiciera.
Apreté la mandíbula. Cerré la puerta. El viento seguía soplando fuerte, pero esta vez no me importó.
Subí las escaleras en silencio, sin encender la linterna. El Sr. Michu me observaba desde su escondite. Me metí en la cama sin decir palabra.
Desearía dormirme y que al despertar todo haya sido un sueño, estar con mamá en su cama, que siempre olía a café y perfume floral, jugar en el jardín con mi Thomas.
Se siente como si no los viera hace siglos. Quizá porque pasaron ya varios años.
Quisiera regresar el tiempo.
No pude dormir esa noche.
Cada vez que cerraba los ojos, veía la flor, pensaba en todo, en el pasado y en qué me deparará el futuro.
Y cada vez que lo hacía, algo en mi pecho latía… como si no fuera un corazón lo que llevaba dentro, sino una semilla.
Una que acaba de empezar a germinar.