Inefable: el renacer

⁶/ Lo que queda

–Lo que queda–

Elizabeth

La tormenta se calmó cerca del amanecer.

Ya no se oían los truenos ni el golpeteo insistente de la lluvia contra el techo. Ahora, el agua caía suave, como un susurro. Un murmullo sereno que parecía limpiar lo que quedaba del mundo.

Desperté sin recordar en qué momento me había dormido.

El Sr. Michu estaba acurrucado a mi lado, tibio y ronroneando, como si nunca se hubiera asustado por la tormenta. Me estiré despacio, y el cuerpo me dolía como si hubiese estado cargando algo pesado toda la noche, debo haber dormido tensa, de tanto pensar y no descansar.

Me vestí con ropa seca, recogí la linterna, la mochila pequeña que usaba para salir, y miré al Sr. Michu.

—No tardo —le dije, y él sólo bostezo, con pereza.

Siempre me gustó salir después de la lluvia. Tal vez esta era mi oportunidad para volver a los viejos tiempos. Con suerte encuentro cosas que sobrevivieron, objetos que se aferran a su historia, como si no quisieran ser olvidados.

Yo tampoco quiero ser olvidada. Ni olvidar.

Caminar entre los escombros y las calles vacías se siente menos doloroso cuando puedo imaginar cómo eran antes. Me ayuda a recordar. A sostener los retazos de una vida que alguna vez fue mía.

Avancé por la calle principal. El suelo estaba resbaloso, pero ya no había viento. Las gotas caían sobre mi chaqueta y se deslizaban por los bordes, mientras mis pasos rompían el silencio como un eco lejano.

Pasé frente al viejo quiosco de la esquina. Aún quedaban algunos envoltorios de caramelos atrapados en el mostrador oxidado. Tomé uno, más por nostalgia que por otra cosa, y lo guardé.

Unos metros más adelante, una bicicleta infantil yacía volcada junto a una verja caída. Tenía el manubrio torcido y a su lado un osito caído. No pude evitar imaginar al niño o niña que los usó. Tal vez ahora sea alguien como yo, intentando sobrevivir. O tal vez…

Sacudí la cabeza. No quería pensar en eso.

Tomé el osito y lo puse en mi mochila. Me acompañaría a casa.

Me interné en una calle sin salida. Nunca antes había explorado esa parte del barrio. Las casas estaban más dañadas, muchas sin techo, con las paredes vencidas por el tiempo y el abandono. Aun así, algo en mí quiso seguir.

Pasé junto a una puerta semiabierta. Dentro, sólo oscuridad y muebles rotos. La lluvia caía sobre el interior sin techo. Pensé en entrar, pero algo me hizo continuar. Como si hubiese algo más adelante esperándome.

Y entonces la vi.

Una casa pequeña, con una ventana aún intacta. La pintura exterior descascarada, la puerta a medio colgar. Pero dentro… había una estantería.

Desde la calle, apenas se alcanzaba a ver, pero yo la reconocí al instante. Una biblioteca.

Me acerqué, apartando con cuidado unas tablas caídas. La lluvia seguía cayendo, pero leve. Apenas se sentía.

Entré.

El lugar olía a humedad, pero también a papel viejo. Las paredes estaban húmedas, y el suelo cubierto de hojas rotas. Pero la estantería resistía, inclinada contra un muro.

Los libros estaban mojados, muchos deformes, pero al menos una decena seguía en pie. Me acerqué despacio.

Pasé los dedos por los lomos, leyendo los títulos iluminados por la luz tenue de la linterna y los rayos de amanecer lluvioso que se colaban por la ventana.

Y entonces lo vi.

Un libro con tapa negra, sin título visible, pero con un símbolo extraño en el lomo: un círculo con una flor dentro. Una flor como la del sueño. Como la del jardín.

Tragué saliva y lo saqué despacio.

Estaba húmedo, pero aún podía abrirse. Las letras del interior eran extrañas, cursivas, antiguas. Algunas páginas estaban en otro idioma, pero otras eran comprensibles. Hablaban de un linaje. De elegidos.

De cómo ciertas personas, en ciertos tiempos, despertaban una conexión con la tierra.

Y hablaban de señales.
De tormentas.
Y de flores.

Sentí que las piernas me temblaban. Me senté en el suelo, en medio del barro, con el libro en las manos.

¿No estaba loca? O al menos no del todo.

No sabía qué significaba todo eso. Pero sabía que no podía ignorarlo.

Este libro, esta casa, esta lluvia calmada después de la fuerte tormenta… todo parecía encajar en una historia más grande.

Y de alguna forma, yo estaba dentro de ella.

Acaricié la tapa del libro, como si eso pudiera darme respuestas. Las palabras aún resonaban en mi cabeza: elegidos, conexión, señales…
¿Y si todo lo que había sentido últimamente no era sólo mi mente quebrándose por la soledad?¿Y si había una razón para que la flor brotara, para que la tormenta llegara justo esa noche?

Cerré el libro con cuidado y lo metí en mi mochila, envuelto en una camisa vieja que encontré colgada de una silla. No podía dejarlo ahí. No después de haberlo encontrado.

Me levanté despacio, las piernas entumecidas. Antes de salir, miré una última vez la estantería. Algunos libros se habían caído al barro y ya no eran más que papel deshecho. Pensé en cuántas historias se habrían perdido, cuántas voces se habían borrado con la lluvia y el olvido.

Y al mismo tiempo, sentí que yo acababa de recuperar una.

Cuando crucé de nuevo la puerta rota, el mundo parecía más claro. Tal vez era la luz de la mañana colándose entre las nubes, o tal vez algo dentro de mí había cambiado.

Volví a casa con pasos lentos, dejando que cada sonido, cada imagen, se quedara conmigo.

Respirar, mirar y seguir.

Y le agregaré algo, mamá: sentir.

Cuando la soledad te acompaña e intentas no perder la cabeza, hace falta sentir. No rechazar esa nostalgia, abrazarla y aferrarte, añorando también un futuro lleno de nuevos recuerdos casi tan buenos como los pasados.

Por eso me aferro al osito en la mochila, el caramelo del quiosco.

Y ese libro.

Esa flor.
Esa certeza.



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En el texto hay: romance fantasia magia

Editado: 23.07.2025

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