Inefable: el renacer

⁸/ Lo que brota

–Lo que brota–

Dagan

Han pasado dos semanas desde que el libro llegó a mí. Desde que lo encontré, o más bien… desde que me encontró.
No se lo he contado a nadie. Tampoco hay nadie a quien contárselo.

Lo he leído una y otra vez. No sé qué busco exactamente. Tqmpoco entiendo todo lo que dice, pero hay frases que me persiguen desde que las leí.

Elegidos...

No sé si yo soy uno de ellos. No tengo pruebas. Solo tengo esta sensación extraña en el cuerpo… como si algo dentro de mí se estuviera... moviendo.

Esta tarde, como todas, subí al techo. Es mi lugar. Siempre lo fue. Desde chico vengo acá, con un libro, una taza de algo caliente, o solo con mi silencio. Mi abuela solía decir que mirar el atardecer enseña a esperar, a apreciar que lograste vivir un día más. Tal vez por eso sigo viniendo. Aún estoy vivo.

El cielo estaba encendido en naranja y violeta. Y mientras el viento me despeinaba, sentí ese impulso otra vez. Esa… necesidad de probar.

Bajé del techo, sin pensar mucho, y fui al invernadero que mi abuela había construido con sus manos. La madera ya está vieja, igual que ella solía ser, pero las plantas aún lo habitan, como a ella la alegría. Me arrodillé frente a una maceta con una enredadera seca. Había intentado revivirla antes, sin suerte.

Esta vez, hice algo distinto.

Apoyé las manos en la tierra.
Cerré los ojos.
Respiré.

—Por favor... — Susurro.

No intenté controlarla. No intenté imaginar que era un mago o algo así.
Solo desee y recoedé a mi abuela hablando con las plantas como si pudieran contestarle. A mí, de niño, regando con miedo de hacer algo mal. A sus manos siempre suaves, llenas de tierra, arrugas y ternura.

Y entonces pasó algo.

Fue como si la tierra respirara conmigo. Como si respondiera a mi llamado de forma sutil.

Abrí los ojos.

Una hoja, pequeña, verde y nueva, comenzaba a asomar. Era real. No fue un truco de mi mente, realmente lo ví, estaba ahí. Después de meses de nada, de absoluta soledad, vi nacer nueva vida.

¿Fue gracias a mi?

Me quedé quieto. No dije nada. Solo puse una mano en mi pecho, sobre el colgante que llevo siempre, ese con el símbolo del libro. Mi abuela me lo dio cuando cumplí trece. Nunca entendí por qué.

Ahora creo que ella sabía algo, ella siempre tenía ese poder de intuir cosas que ocurrirían, recuerdo que solía bromear diciendo que era una bruja, y cuando yo le preguntaba ella decía que nuestros ancestros siempre guiaban nuestro destino y nos acompañaban.

—Gracias —susurré.

No sé a quién se lo dije. A ella, a la planta, al libro, a la tierra, o quizás a todos.

𖡼.𖤣𖥧𖡼.𖤣𖥧

Esa noche, subí de nuevo al techo. Llevaba un cuaderno en blanco. Empecé a escribir. No lo que entendía, sino lo que sentía, lo que me pasaba en el cuerpo, lo que había despertado.

Nunca fui bueno hablando de mí, soy de los que aprecian el silencio, escuchar a los demás, prestar atención. Pero escribir es distinto. Escribir es como cavar con cuidado entre las raíces de quién soy, permitirme abrir mi alma al mundo.

Aunque ya no haya mundo para apreciarla.

Escribí sobre cómo sentí el pulso de la tierra bajo mis manos. Sobre la hoja que nació. Sobre el recuerdo de la voz de mi abuela cuando cantaba bajito mientras preparaba té con hierbas que ella misma cultivaba.

La extraño.

Dejé el cuaderno a un lado y miré el cielo. Las estrellas aparecían tímidas entre las nubes. Me recosté con los brazos cruzados detrás de la cabeza, dejando que el aire frío de la noche me envolviera.

Algo estaba cambiando en mí.

Y aunque no lo entiendo, tampoco quiero alejarme de eso.

Quizás este sea mi destino.

𖡼.𖤣𖥧𖡼.𖤣𖥧

Los días siguientes volví al invernadero. Cada tarde me arrodillaba frente a otra maceta, o a una raíz que parecía olvidada. No siempre pasaba algo. Algunas veces no sentía nada, solo silencio. Pero otras, una rama crecía un centímetro más, o una flor se abría sin explicación lógica.

Mi abuela solía decir que todo florece a su tiempo, incluso las personas. Y yo siento que, por fin, algo está floreciendo en mí.

Un día, mientras removía la tierra de una jardinera larga, encontré enterrado un pequeño cuenco de cerámica. Lo reconocí enseguida. Mi abuela solía usarlo para rituales simples de limpieza o agradecimiento. Dentro había semillas secas y una nota escrita con su letra torcida:

"Si un día te das cuenta de que ya no estás solo después de perderme, plantalas."

Me temblaron las manos, era como si mi abuela estuviera hablándome. En códigos y frases para descifrar, igual que ella solía hacer en vida.

No decía más. Ni qué tipo de semillas eran, ni por qué debía hacerlo. Solo eso: “ya no estás solo…”

Y por primera vez en mucho tiempo, sentí que no lo estaba.

No sé cómo explicarlo. Es una sensación muy tenue, como un hilo invisible que tira desde lejos. Como si… hubiera alguien más ahí afuera, esperándome. No sé si es una persona o un destino. Pero siento como si me estuviera esperando.

Tal vez estoy imaginando cosas.
Tal vez no.

Planté las semillas esa tarde. Lo hice con calma, con la misma ternura que ella me enseñó. Regué con agua recolectada de la lluvia y también con una lágrima que no supe que necesitaba soltar. Y luego me senté frente a la tierra húmeda, en silencio. Como esperando.

No pasó nada… no todavía.

Pero sé que lo hará.

𖡼.𖤣𖥧𖡼.𖤣𖥧

Esta noche volví a escribir. Esta vez, no solo para mí. Escribí como si alguien, en algún lugar, pudiera leerlo. Como si mis palabras pudieran atravesar la distancia.

"Si estas palabras te llegan por algún motivo, y tú también te sientes solo y diferente.

No lo estás. Pero sí eres diferente a quien creías ser antes.



#1839 en Fantasía
#5976 en Novela romántica

En el texto hay: romance fantasia magia

Editado: 23.07.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.