Inerme

2

Leah caminaba sola por el sendero de tierra que separaba su escuela del edificio abandonado. El sol estaba bajando. Las sombras eran largas. El aire olía a polvo y pasto seco.

Al cruzar la verja rota que daba al terreno baldío, escuchó algo. Gritos. Golpes.

Se detuvo detrás de un árbol. Desde ahí vio el costado del edificio y a un grupo de chicos. Eran cuatro. Tres estaban contra la pared, y uno más, más alto, los enfrentaba. Llevaba un uniforme gris, y era evidente que no lo llevaba puesto de manera correcta.

—¿Les parece divertido robar comida a un niño de primero? —dijo el chico, con voz firme.

Uno de los tres intentó hablar.

—Solo bromeábamos con él...

No terminó la frase. El golpe le llegó directo al estómago. Se dobló del dolor.

—Apuesto a que no bromean así con gente de vuestro tamaño.—las venas en su brazo resaltaban mientras que apretaba con fuerza el cuello de otro—. Y no fue la primera vez.

Otro de los chicos intentó correr pero lo detuvo agarrándolo de la mochila. Lo tiró al suelo.

Leah no podía moverse. Miraba desde la sombra, sin hacer ruido.

—Si los vuelvo a ver molestando a alguien, van a conocer lo que es tener miedo de verdad —dijo el chico. Su tono no subía, pero era serio.

Los tres no respondieron. Uno tenía sangre en la ceja. Otro se quedó en el suelo, tosiendo.

El chico los miró unos segundos más, luego les dio la espalda. Los dejó ahí y caminó en dirección contraria. Pasó cerca del lugar donde estaba Leah, aunque no la vio.

Ella lo miró de reojo. Era más alto que ella, delgado pero fuerte. Su cabello era castaño, y tenia realmente un bonito perfil. Su cara estaba tranquila, pero sus nudillos estaban rojos. Por un momento, envidio a aquel chico de primero.

Había deseado tantas veces que alguien la defendiera tan solo una vez...

La puerta principal estaba mal cerrada. La empujó y entró. Olía a humedad. Las paredes estaban rayadas, con grafitis viejos. El suelo tenía polvo y botellas vacías. Cada paso hacía eco.

Subió las escaleras. El hierro de la baranda estaba oxidado. Algunas luces colgaban del techo, sin funcionar.

El aire era más frío arriba. La puerta que daba a la azotea estaba entreabierta. Dudó unos segundos. Luego la empujó.

La puerta se abrió con un chirrido largo.

Allí estaban.

Emma, Lara, y al menos otros cinco estudiantes más del grupo que siempre la molestaba. Estaban parados en círculo, algunos sentados en el borde bajo del muro, otros de pie. Todos se giraron cuando la vieron.

Nadie sonreía.

Leah se detuvo de golpe. Dio un paso atrás sin darse cuenta.

Emma fue la primera en hablar.

—Vaya, pensábamos que te ibas a echar para atrás.

Lara soltó una risa corta.

—Parece que sí vino. Qué valiente.

Leah no respondió. Miró a todos, uno por uno. Nadie decía qué estaba pasando. Solo la miraban.

Emma se cruzó de brazos.

—Bueno, si quieres que olvidemos lo de la nota, solo tienes que quedarte un rato. ¿Eso es mucho pedir?

Leah bajó la mirada. No entendía qué planeaban, pero no le gustaba. Ya no podía ver la salida detrás de ella sin girarse completamente.

Uno de los chicos del grupo pateó una botella vacía hacia ella. Rodó por el suelo y golpeó su pie.

—¿Y si primero nos cuenta por qué escribió la nota? —dijo, con tono burlón.

Lara lo apoyó.

—Sí, queremos saber. A ver si el error de matrícula tiene algo que decir por una vez.

Nadie más se reía. Todos solo la miraban, como esperando que hiciera algo estúpido.

Leah dio un paso más hacia atrás, pero ya no había espacio.

Estaba en la azotea, rodeada.

Y abajo, estaba el suelo.

Lo siguiente que sintió, fueron unas manos tirando de su cabello, deshaciendo su coleta. Con la misma fuerza fue lanzada al suelo, lastimando sus rodillas. Su cuerpo comenzó a temblar, y sin darse cuenta su rostro estaba empapado de gruesas lágrimas. Pensó en gritar, pero desistió al ver que nadie acudiría. Se limito a rogar.

—Por favor, dejarme ir. Lo siento, lo siento mucho. Te lo rugo, perdóname...

El grupo estallo a carcajadas ante una Leah desperada, como si se tratara de un chiste. Ella bajo la cabeza, quería irse a casa, estaba aterrorizada. Sus ruegos fueron interrumpidos por una fuerte cachetada.

Podía sentir como su mejilla palpitaba, y entre sus labios se percato del sabor metálico. Lo siguiente fue una patada que la dejo acostada en el suelo. Una tras otra, manchando así su uniforme de barro. Cerro los ojos con fuerza esperando a que se acabara de una vez. El dolor era tanto que apenas podía escuchar sus risas y comentarios obscenos.

Se detuvieron, y Leah pensó que se había acabado. Sin embargo, fue levantada de las hebras de su cabello, ahora suelto.

—Tu madre estuvo en la fiesta de mi padre. Eres igual de sucia y descarada que ella. Va por ahí mostrándole los senos a cualquiera que tenga un poco de dinero.

No era la primera vez que escuchaba esas palabras sobre su madre. Sus puños se apretaron contra su falda de cuadros, esa mujer era la culpable de todos y cada uno de los golpes que recibía a diario.

La odiaba tanto...

—¿Qué tal... si tu haces lo mismo?

Leah abrió los ojos, y su labio inferior comenzaba a temblar. Ellos en verdad iban...

No, no, no, no...

Numerosas manos comenzaron a tirar de su camisa, logrando romper la mitad superior de los botones. Se abrazo a si misma, intentando tapar su piel. Su corazón se detuvo cuando el flash de un teléfono le golpeo la cara, su desesperación aumentaba por segundos.

La situación hacia que le dieran ganas de vomitar. Se sentía tan inútil, tan poca cosa...

—¡Vamos, demuestra algo de lo que tu madre te ha enseñado!—trato de mantener su rostro bajo, pero ellos se aseguraron de que su facciones estuvieran al descubierto.

En un impulso desesperado y lleno de adrenalina, se levantó, zafándose las manos que la golpeaban. Emma emitió un quejido leve, y se observó la mano. Le había roto una uña.




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