Inerme

3

El dolor fue lo primero que sintió. Un latido sordo en todo el cuerpo, como si cada hueso hubiera sido golpeado con un martillo. La cabeza le pesaba, y al intentar moverse, un pinchazo en el costado la obligó a quedarse quieta por unos segundos.

Leah abrió los ojos con lentitud. El cielo estrellado la recibió, cortado por las siluetas desordenadas de ramas secas. El suelo bajo ella era duro, frío, y olía a tierra húmeda y metal oxidado.

Sus brazos temblaban. Al tratar de incorporarse, notó que las palmas estaban raspadas y una de sus rodillas sangraba. Su camisa seguía rota, colgando como trapo viejo. El pecho le dolía por los golpes. Cada respiración era pesada.

-Vaya entrada la tuya -dijo una voz masculina, relajada.

Giró apenas la cabeza. A un par de metros, sentado sobre un bloque de cemento, estaba el chico que había visto antes golpeando a los otros.

Tenía las manos en los bolsillos de su chaqueta negra, las piernas cruzadas. Un cigarro sin encender colgaba de sus labios, y la expresión de su cara era tranquila. Como si lo que acabara de pasar fuera parte de un día normal.

-Creí que te habías matado -añadió, sacándose el cigarro-. Aunque la forma en que caíste no fue tan mala.

Leah no dijo nada. Solo lo miraba. Respiraba con dificultad. Sentía las mejillas hinchadas, los músculos tensos, los labios partidos. No sabía si estaba viva de milagro o si simplemente su cuerpo no se había dado cuenta todavía de lo que pasó.

-¿Te duele algo roto, o solo el orgullo? -preguntó, inclinándose un poco para verla mejor.

Ella intentó sentarse del todo. Le costó. Apoyó las manos en el suelo y soltó un leve gemido de dolor. El estómago le daba vueltas. Se abrazó los brazos, intentando cubrirse.

Se quitó la chaqueta sin decir nada y se la arrojó. Cayó sobre ella.

-Toma. No es muy limpia, pero tiene menos huecos que lo que llevas puesto.

Leah dudó. Luego se la puso. La tela olía a cigarro, pero estaba tibia.

Él la observó unos segundos más. Luego se puso de pie con intención de irse.

El chico ya se había dado media vuelta. Metió las manos en los bolsillos y comenzó a caminar hacia el borde del terreno, sin prisa. Leah, aún temblando y con los músculos resentidos, alzó la voz como pudo.

-¡Espera!

Él se detuvo, giró un poco la cabeza, sin parecer muy interesado.

-¿Qué?

Leah se obligó a caminar. Le costaba, pero lo hizo. Tropezó una vez, pero no se detuvo. Cuando estuvo a su lado, notó una placa cosida al pecho de su camisa arrugada. Tenía letras gastadas: "Riven".

-Ese es tu nombre... ¿Riven?

Él asintió, sin mirarla.

-Ajá. Lo pone ahí, ¿no?

Leah lo miró con más atención. Su cabello oscuro caía de forma desordenada, algo largo, cubriéndole parte de la frente. Tenía facciones marcadas, la mandíbula firme y una cicatriz leve cerca de la ceja izquierda. Sus ojos, de un color grisáceo raro, parecían siempre medio aburridos. Cuando sonrió un poco -más por burla que por simpatía-, dejó ver los brackets plateados que llevaba. No le quitaban atractivo; al contrario, le daban un aire más joven. Era guapo, pero con ese tipo de belleza que no se esforzaba en llamar la atención.

-¿Tú eras el que estaba peleando con esos chicos antes? -preguntó ella, con la voz baja, algo ronca.

Riven la miró por fin, ladeando la cabeza.

-¿Cuál de todas las veces?

Leah bajó la vista.

-En la parte de atrás... golpeaste a tres. Dijiste que molestaron a un chico de primero.

-Ah. Esos imbéciles -respondió él, encogiéndose de hombros-. Sí, era yo.

Ella dudó un segundo. Luego lo dijo, rápido, como si temiera no poder hacerlo si pensaba demasiado.

-Quiero que me protejas.

Riven parpadeó. La miró como si no hubiera entendido.

-¿Qué?

-A mí... a mí también me molestan. Todos los días. No tengo a nadie.

Riven levantó una ceja.

-¿Y crees que porque te vi caer como una bolsa de ladrillos, voy a convertirme en tu guardaespaldas?

Leah tragó saliva. No respondió de inmediato.

-Puedo pagarte.

Riven rió por lo bajo. Se frotó el cuello.

-¿Te diste un buen golpe en la cabeza o qué? ¿Crees que esto es una película?

Leah apretó los labios.

-Hablo en serio.

-Yo también -respondió él, encogiéndose de hombros-. No soy ni tu niñero, ni tu guardaespaldas, ni tu amigo.

Se dio vuelta para irse otra vez.

-Por favor... -dijo Leah, dando un paso más-. Haré lo que sea. Solo necesito que... que estés ahí cuando ellos aparezcan. Si tú estás, no se atreven.

Riven se quedó quieto unos segundos. Luego giró la cabeza y la miró de reojo.

-¿"Haré lo que sea", eh? Suena más raro de lo que crees.

Leah enrojeció levemente. Desvió la mirada, pero no se fue.

Riven suspiró y se rascó la nuca.

-Mira, no soy un buen tipo. Hago lo que quiero, cuando quiero. Y no soy barato.

-No importa cuánto sea -dijo ella de inmediato-. Solo dime cuánto.

Él la miró, serio por primera vez.

-Vete a casa, y cuéntale a tus padres lo que sea que ha pasado. Ve al hospital, tal vez tengas algo roto.

No pudo insistir mas, él se alejo con paso apresurado. Leah entendió que la conversación había terminado.

Ella no lo siguió. Dio media vuelta, sintiendo el dolor en cada paso. Las piernas le temblaban, la espalda le ardía, y aún tenía tierra pegada en la piel. Tardó más de lo normal en llegar a casa.

La noche estaba oscura, y el vecindario se veía igual de silencioso que siempre. Entró por la puerta trasera para no hacer ruido. No encendió ninguna luz.

Subió las escaleras con cuidado, intentando que los peldaños no crujieran. Al llegar al segundo piso, se detuvo frente a la puerta del cuarto de su madre. Estaba entreabierta. Leah la empujó un poco y asomó la cabeza.

Su madre dormía de lado, con la boca ligeramente abierta y una copa de vino vacía sobre la mesita. Respiraba con lentitud, envuelta en mantas caras que contrastaban con el estado del resto de la casa.




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