Leah no quería ir a clase. Se había despertado tarde, con el cuerpo aún adolorido. Se miró en el espejo antes de salir: los moretones seguían allí, pero bajo el maquillaje no se notaban tanto. Se puso una bufanda, una falda más larga de lo normal y caminó en silencio hasta la escuela.
Cuando entró al aula, el murmullo habitual se apagó por unos segundos. Varias miradas se giraron hacia ella.
No era como antes.
No eran miradas de burla. Eran de sorpresa. Incluso algo de incomodidad.
Leah se dio cuenta de inmediato. Pensaban que no volvería. Que tal vez... no había sobrevivido a la caída.
Se sentó en su lugar sin mirar a nadie. A su alrededor, todo parecía más callado. Nadie le lanzó papeles, nadie le pateó la mochila. Los profesores tampoco dijeron nada. El día pasó sin incidentes.
Por un momento, pensó que todo había terminado.
Pero se equivocaba.
Cuando sonó el timbre final, recogió sus cosas con calma. Iba saliendo del aula cuando dos chicas del grupo de Emma la interceptaron en el pasillo.
—Eh, tú. Ven un momento —dijo una, tomándola del brazo con fuerza.
Leah intentó soltarse, pero la otra se colocó detrás de ella.
—No armes escándalo —susurró la segunda—. Solo será un minuto.
La empujaron con disimulo por los pasillos. Nadie las detuvo. Nadie miró.
Entraron a los baños del segundo piso. Estaban vacíos.
Leah apenas tuvo tiempo de girarse cuando una la empujó contra la pared. El golpe fue seco.
—Pensamos que habías aprendido la lección —dijo una de las chicas—. Pero aquí estás, como si nada.
—¿Creíste que ya se había acabado? —preguntó la otra, cruzada de brazos—. ¿Que porque casi te matas íbamos a tenerte lástima?
Leah no respondió. Solo bajó la vista.
—Mira esto —dijo la primera. Sacó su teléfono y desbloqueó la pantalla.
Ahí estaba el video.
La azotea. Los gritos. La camisa rota. El flash. Ella, acurrucada en el suelo. Se podía ver con claridad su sujetador color azul oscuro.
Leah sintió que las piernas le temblaban. Dio un paso atrás, pero chocó con el lavamanos.
—Es un buen ángulo, ¿no? Se ve todo. Incluso se te ve la cara llorando —rió la segunda chica.
—Si no haces lo que te digamos... esto se va a volver viral. Lo enviaremos por AirDrop a todos los de esta escuela. Luego a los del instituto feo ese de al lado. Luego a toda la ciudad. ¿Te imaginas? Vas a ser famosa.
Leah apretó los puños. Quería responder algo, pero no le salían las palabras.
—Así que vas a hacer lo que te digamos. Vas a traernos cosas. Vas a callarte. Vas a sonreír. Y si vuelves a quejarte o a mirarnos raro...
La chica levantó el celular y lo agitó en el aire.
—Ya sabes.
Leah tragó saliva. No dijo nada. Solo asintió lentamente.
—Bien. Entonces sal primero —le ordenaron.
Ella abrió la puerta y salió. Afuera, el pasillo seguía vacío.
Caminó en silencio, con la garganta cerrada.
Lo que pensó que era el final... solo había sido el comienzo de algo peor
Leah caminó por los pasillos vacíos del instituto. El sol se filtraba por las ventanas, marcando líneas doradas sobre el suelo, pero ella apenas las veía.
Tenía miedo.
Había pasado toda la noche sin dormir, y ahora su cabeza le dolía. Pensaba en todo lo que podía hacer: hablar con su madre, contarle todo. Pero sabía que no iba a servir. Su madre ni siquiera había notado que no llegó a casa el día anterior. Y aunque lo hiciera, no iba a hacer nada. Estaba más ocupada en sus propios negocios turbios como para prestar atención a su hija.
Pensó también en ir a la dirección del colegio. O incluso a la policía.
Pero no era tonta.
Todos los que la molestaban venían de familias grandes. De apellidos importantes. Algunos con padres en política, otros con empresas conocidas. Dinero y contactos. Si los denunciaba, solo iban a cubrirlo todo. Y de paso, hacerle la vida aún peor.
La idea de que el video terminara en todas partes no salía de su mente. Se imaginaba los comentarios, las burlas, los mensajes, la gente riendo a sus espaldas. Nadie iba a ayudarla. Nadie iba a defenderla.
Estaba sola.
No sabía cómo, pero sus pasos la llevaron hasta un edificio que estaba entre las dos escuelas. Antiguo, olvidado, con ventanas rotas y grafitis en las paredes. Se llamaba Centro Técnico Esperanza, pero hacía años que nadie lo usaba.
Entró sin pensar demasiado. Subió las escaleras lentamente. Una a una, como si no tuviera prisa. Al llegar a la azotea, empujó la puerta de metal que crujió al abrirse.
El viento la golpeó en la cara.
Caminó hasta el borde.
Miró hacia abajo.
Desde allí se veía parte del colegio de elite, los autos alineados y los jardineros cortando el pasto. Más allá, se alcanzaban a ver los muros sucios del otro instituto.
Estaba en el medio. Literalmente.
Solo se quedó de pie, con los zapatos al borde del concreto. Sus dedos se apretaban con fuerza alrededor de su mochila. El viento le revolvía el cabello. Escuchaba los autos a lo lejos. Algún pájaro pasó volando.
Por unos segundos, el mundo parecía tranquilo. Pero solo por fuera.
Dentro de ella, todo era un caos.
Cerró los ojos. Pensaba si la caída iba a doler mucho, o si todo sería rápido. Sus pies se deslizaban poco a poco por el borde, los dedos tensos, los músculos agarrotados.
Respiró hondo. Contó hasta tres.
Y justo cuando iba a dejarse caer, escuchó una voz.
—No lo hagas.
No necesitó girarse.
—Riven —susurró, con los ojos aún cerrados.
—Sí, soy yo. Y sí, te vi desde la calle. ¿De verdad estás pensando en saltar?
Leah no respondió. Solo abrió los ojos y bajó un poco la cabeza, mirando hacia abajo.
—Te dije que no me buscaras más —continuó él—. Pero esto ya es pasarse.
—Vete —dijo Leah, sin fuerza—. No es tu problema. No eres nadie para estar aquí.
Riven no se movió. Solo la observaba, con el ceño fruncido.