Inerme

7

Leah no había dormido en toda la noche. La sola idea de volver a cruzarse con ellos la mantenía en vilo, con los dedos temblando incluso al abrocharse los botones del uniforme. Aun así, fue. Sabía que no podía faltar para siempre. Si mostraba debilidad, ellos lo olerían como sangre en el agua.

Desde el primer momento que pisó el edificio, su estómago se sintió como una piedra. Caminó rápido entre pasillos, pegada a la pared, bajando la mirada cuando sentía que alguien la observaba. Pero nadie dijo nada. No hubo empujones, ni amenazas. Solo miradas. Miradas largas, silenciosas, como cuchillas afiladas sin moverse.

Emma, sobre todo. Cada vez que Leah giraba un poco el cuello durante las clases, ahí estaba ella. Sentada unas filas más atrás, clavando los ojos en su nuca. Pero nunca habló. Nunca se acercó. No hizo nada.

Leah intentaba convencerse de que eso era buena señal. Tal vez la paliza que Riven les había dado sirvió. Tal vez por fin la dejarían en paz.

Cuando sonó el timbre final, se apresuró en recoger sus cosas. Casi corría hacia la puerta, cuando la voz de la profesora la detuvo:

—Leah, ¿puedes hacerme un favor antes de irte?

Ella se congeló.

—Claro —contestó, fingiendo una sonrisa.

—Me olvidé el estuche con los rotuladores especiales en el baño de profesores. Está en la parte trasera, el de la planta baja. Justo al lado del depósito. ¿Podrías ir por él?

Leah asintió y salió del aula, obligándose a no imaginar nada extraño. "Es solo un baño. Cinco minutos y estarás en casa", pensó. Caminó por los pasillos ya medio vacíos, hasta que llegó al baño señalado. La puerta era vieja, la pintura descascarada en los bordes. Empujó con cuidado y entró.

El lugar estaba en silencio. Solo el zumbido de la luz parpadeante rompía la quietud. Leah miró a su alrededor buscando el estuche.

Se giró de inmediato al escuchar como la perta detrás de ella se cerraba en un fuerte golpe, su cuerpo tenso. Ahí estaba Caleb, uno de los chicos a los que Riven había golpeado. Tenía el labio inferior aún hinchado, un corte en la ceja con una tira adhesiva y el pómulo verdoso, como si el moretón llevara días peleando por sanar.

—¿Qué... qué haces aquí? —balbuceó Leah, su voz apenas un susurro.

De los cubículos comenzaron a salir otras figuras. Tres chicos más, dos de ellos a quienes también había visto reírse de ella en los pasillos días antes. Y entonces, apareció Emma, última en salir, con los brazos cruzados y una sonrisa que no tenía nada de amable.

Leah sintió cómo todo el aire desaparecía de su cuerpo. Las piernas le temblaban, y por un instante, pensó que se caería. Retrocedió, buscando la salida, pero Callum ya estaba frente a la puerta.

Corrió hacia ella de todos modos. Golpeó la madera con fuerza, con las palmas, luego con los puños, gritando tan fuerte como podía:

—¡AYUDA! ¡AYUDA, POR FAVOR! ¡ALGUIEN QUE ME AYUDE!

Antes de que pudiera seguir, dos de los chicos la agarraron de los brazos. Uno la sujetó por el derecho, el otro por el izquierdo, y la arrastraron lejos de la puerta.

—¡Suéltame! —chilló Leah, pataleando sin mucha fuerza. El miedo le entumecía el cuerpo. Tenía los dedos helados, el rostro blanco.

Caleb se acercó a ella, observándola con una mueca torcida, sin rastro de compasión. Su voz, aún con dificultad por la hinchazón del labio, sonó cargada de rencor:

—¿Quién es él?

Leah no contestó. Intentó desviar la mirada, pero Emma se le acercó también, con el cabello perfectamente peinado, los labios pintados de rosa claro y un tono helado:

—No creo que eso fuera algo que hiciera un desconocido. ¿Qué eres de él? ¿Novios secretos?

—No sé de qué hablan —murmuró Leah.

Uno de los chicos apretó su brazo con más fuerza.

—No mientas —escupió Caleb—. Ese idiota me ha partido la nariz, y sé que tu tienes que ver.

—¡No sé quién es! —repitió Leah, esta vez con más fuerza.

Emma dio un paso más y la miró directamente a los ojos.

—Si no hablas, vamos a tener que preguntártelo de otras formas.

Leah tragó saliva. Intentó zafarse otra vez, pero no tenía fuerza, ni espacio, ni idea de qué haría si lograba soltarse.

Y lo peor de todo era que no sabía cuánto tiempo tardarían en notarlo allá afuera.

Emma chasqueó la lengua, fastidiada por el silencio de Leah.

—Muy bien —dijo con calma, y sin previo aviso, la tomó del cabello y la arrastró hacia uno de los cubículos.

Leah gritó, pero la puerta del baño parecía sellada al mundo. Nadie respondió. Nadie escuchaba.

—¡Por favor! ¡Déjame! —rogó Leah entre lágrimas, tratando de sostenerse de algo, de frenar el tirón que le quemaba el cuero cabelludo.

Emma empujó la puerta del cubículo y la hizo entrar a la fuerza. El retrete estaba sucio, con el asiento levantado, y olía a humedad rancia y desinfectante barato.

—Arrodíllate —ordenó Emma.

—No... por favor, no... —Leah se resistía, temblando de pies a cabeza. Las lágrimas corrían sin pausa por sus mejillas, y su cuerpo entero se encogía de miedo y vergüenza.

—No quieres hablar, ¿verdad? Pues entonces tendrás que pagar por lo que hizo tu amiguito.

Emma la forzó a bajar, empujándole la cabeza hacia el inodoro. Leah trató de resistirse, forcejeó, pero eso solo enfureció más a Emma. Con un gesto brusco, empujó su rostro hacia el borde. Leah gritó, intentando aferrarse a los costados, pero el tirón fue seco y violento.

—¡NO! ¡BASTA! —sollozaba, sin aliento.

El miedo la paralizó, mezclado con la sensación de impotencia absoluta. La frialdad del borde del inodoro contra su rostro, la presión en su cuello, los dedos de Emma clavándosele en el cuero cabelludo...

Sus labios rozaron el borde metálico.

—¿Te gusta hacerte la mártir, Leah? —escupió Emma, su voz gélida en su oído—. Una sola palabra. ¿Quién es él?

Leah solo logró sollozar entre dientes, sacudiendo la cabeza débilmente. No iba a hablar. No podía. No le importaba lo que hicieran. No iba a delatar a Riven. No a ellos.




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