No contestaba. Ni una llamada, ni un mensaje.
Nada.
Y ya iban cuatro días.
Riven miraba la pantalla del teléfono con el ceño fruncido, en la misma esquina, frente a la misma reja oxidada de la escuela donde antes la esperaba. Su historial de mensajes con Leah era una colección de monólogos, y eso que él no era del tipo que se aferraba. No le gustaba insistir, menos todavía sentirse como un idiota pendiente de alguien que no lo quería cerca.
"¿Dónde estás?"
"Dime si estás bien."
"Voy a ir a tu casa si no respondes. No estoy jugando."
Pero él no sabía dónde vivía. En realidad, sabía muy poco de Leah.
Ella nunca se lo dijo, porque no eran amigos.
Eran un trato. Un acuerdo. Un maldito intercambio de dinero.
Se sentó en el borde de una jardinera, con el cigarrillo en la boca, sin encenderlo todavía. Solo lo sostenía entre los labios.
La imagen de Leah colgando del borde de la azotea le había visitado en sueños más veces de las que estaba dispuesto a admitir. Ese día, él había llegado justo a tiempo.
¿Y si esta vez no había llegado?
Sintió un nudo duro formarse en el estómago. Tragó saliva, seco.
Cuando al fin, en el cuarto día, el móvil vibró, pensó que estaba imaginándolo.
Mensaje entrante.
De ella.
"Hoy. Mismo lugar. 7PM."
Eso era todo.
Sin un "hola", sin un "lo siento".
Pero al menos estaba viva.
Riven llegó quince minutos antes. No le gustaba esperar, pero menos aún llegar tarde. El cielo estaba cubierto de nubes oscuras. Fumaba lento, cada bocanada un intento inútil por calmar el nudo que no se iba.
La puerta metálica se abrió con un crujido suave.
Leah entró.
Tenía una chaqueta universitaria demasiado grande, probablemente de su madre, y jeans deslavados. El cabello suelto, algo más opaco de lo habitual, como si no se hubiera molestado en arreglarse. Zapatillas blancas, manchadas en la punta.
Ella no lo miró ni una vez mientras se acercaba.
—¿Dónde demonios estabas? —soltó él, directo, molesto—. ¿Sabes cuántas veces te llamé? ¿Cuántos días llevo viniendo a la escuela?
Leah no respondió. Mantuvo la mirada fija en sus propias manos.
—¿Ni siquiera piensas decirme algo?
Un silencio espeso los envolvió. Solo el viento soplaba entre las vigas oxidadas del techo.
—Voy a dejar la escuela —dijo Leah finalmente.
Riven parpadeó, atónito.
—¿Qué?
—Es lo mejor. Para ti también. —Su voz era baja, sin emoción, como si ya lo hubiera ensayado muchas veces en su cabeza—. No debería haberte metido en esto. Lo siento.
—¿Qué mier...? ¿Qué tiene que ver eso conmigo?
—Ellos no se van a detener. Si sigues cerca de mí... terminarás como yo.
—¿Y qué? ¿Eso es todo? ¿Te vas, y ya?
Leah asintió con lentitud, y él la miró con el ceño apretado. Dio un paso al frente, como si fuera a decir algo más, pero ella se giró para irse.
Entonces, sin pensarlo, la tomó de la mano.
Leah se detuvo.
Sintió su piel contra la suya, el contacto cálido, firme.
No era la primera vez que alguien la tocaba, pero sí era la primera vez que no dolía.
Sus dedos eran largos, un poco ásperos, pero no la apretaban con fuerza. Solo la sujetaban, como si no quisiera que se fuera.
Por un momento —solo uno breve— Leah creyó que tal vez él sí quería protegerla de verdad.
Que tal vez, sí le importaba.
Pero la ilusión duró lo que tarda una respiración.
Riven soltó su mano de golpe.
—¿Y mi dinero?
Ella sintió como si algo dentro de su pecho se apagara.
Había olvidado por un segundo quién era él.
Un chico que aceptó dinero para estar a su lado.
"Eso es todo para él. Un trabajo. Una transacción. Yo fui su salario."
Leah no dijo nada. Solo metió la mano al bolsillo interior de su chaqueta y sacó un pequeño sobre de papel marrón.
Lo extendió.
—Este es el último pago.
Riven lo tomó sin mirarla. Leah continuó:
—Tengo un contacto. Están buscando a alguien para entregar paquetes en moto. Pagan bien. Más de lo que yo te pagaba.
Riven alzó una ceja.
—¿Me estás despidiendo?
—Estoy siendo realista.
Hubo un silencio más, y esta vez fue diferente. Ya no era tenso.
—¿Y si no acepto el nuevo trabajo? —preguntó al fin.
Leah sonrió con tristeza.
—Entonces haz lo que quieras. Pero aléjate de mí.
Y se fue. Esta vez no la detuvo, solo la vio alejarse, con la chaqueta ondeando en el viento.
Leah caminaba con la cabeza baja, pateando una piedra que se cruzó en su camino, no tenía ganas de volver a casa.
Pensó en Riven. En cómo había sido raro tener a alguien preguntando por ella, llamándola, buscándola. No estaba acostumbrada a eso. No sabía si era cariño, amistad o qué, pero era algo.
También pensó en su madre. En lo que iba a decirle. En cómo probablemente no le iba a importar, o sí, pero solo para pelear. Era difícil saberlo. Nunca hablaban de nada importante. Nunca había espacio para eso.
Su madre estaba sentada a la mesa, ya cenando, con la televisión encendida de fondo, aunque no parecía prestarle atención. La cena era arroz, carne y ensalada. Ordenada, como siempre. Casi parecía un cuadro.
—Llegas tarde —dijo sin levantar la vista—. La comida está fría si quieres.
Leah se quedó de pie frente a ella. No se movió.
—No tengo hambre.
—¿Se te ofrece algo entonces? —dijo su madre, levantando por fin los ojos.
Leah respiró hondo.
—Voy a dejar la escuela.
Silencio.
Su madre parpadeó. La cuchara resbaló del plato. Tosió de golpe, atragantada con el arroz, y tomó un gran sorbo de agua. Cuando volvió a hablar, lo hizo entre risas nerviosas.
—¿Qué dijiste?
—Voy a dejar la escuela.
—Leah... no estoy de humor para tonterías hoy. Ve a ducharte y te acuestas. Mañana madrugas.
—Estoy hablando en serio.
—¡Claro que no estás hablando en serio! —Su madre se irguió, cruzando los brazos—. ¿Sabes cuánto trabajo para que estés en esa escuela? ¿Sabes cuántas cosas he tenido que hacer para que tú tengas oportunidades?