NARRA CLARISSA
La voz del señor Rockefeller al otro lado del teléfono es firme, grave, controlada.
—Clarissa —. Habla de nuevo, su tono parece preocupado.
Las lágrimas siguen cayendo, sin pausa, sin permiso. Intento hablar, pero mi garganta está cerrada, atrapada en un nudo de emociones que no sé cómo desatar.
—Yo… —Mi voz es un susurro quebrado.
Me vuelvo a quedar en silencio. Él no pregunta. No necesita hacerlo.
—¿Dónde estás?
Me giro a mi alrededor, el barrio que he conocido toda mi vida ahora parece una amenaza tangible, con sombras alargadas y pasos desconocidos resonando en el pavimento.
—En la calle.
No explico más. No tengo fuerzas. Él tampoco pide detalles.
—Quédate donde estás. Voy por ti.
La llamada termina sin despedidas.
Me quedo de pie en la acera, sujetando con fuerza el asa de mi maleta, sintiendo el frío calarme los huesos. Los minutos pasan como siglos, pero entonces, el sonido de un motor potente rompe la calma de la noche. Un auto negro se detiene frente a mí. La puerta se abre.
—Sube —. Ordena y lo hago.
Rockefeller está al volante, con el rostro impenetrable, pero sus ojos recorren mi figura con una intensidad que me hace sentir demasiado vista. Continúa conduciendo.
—¿Por qué no tomaste el auto?
Mi corazón aún late errático, pero su tono logra arrancarme del estado de parálisis emocional.
—Lo dejé en el instituto.
—No deberías haberlo hecho.
Me encojo en el asiento, sintiendo el agotamiento hundirme más y más.
—No lo necesitaba. Y no lo necesito.
Él suelta una breve risa seca.
—Clarissa, no seas absurda.
—No es absurdo.
Se gira hacia mí un segundo antes de volver la vista a la carretera.
—Sí lo es.
Mis labios tiemblan, pero no por frío. La manera en la que me observa, en la que me habla, en la que su presencia llena el espacio, todo es demasiado.
—Mi madre me echó.
Mis propias palabras son un disparo inesperado, una confesión que no planeaba hacer. Rockefeller no responde de inmediato.
—Lo sé.
Mi corazón da un vuelco. Lo sabía. No me pregunto cómo. No tengo fuerzas para hacerlo.
—Siempre ha sido así. Siempre ha pensado lo peor de mí. —El silencio me estremece. —No merezco esto.
Rockefeller sigue conduciendo, pero hay algo en su expresión que cambia. Algo en su postura que se endurece.
—No lo mereces.
Las lágrimas regresan, imparables. Me cubro el rostro con las manos, odiando mi vulnerabilidad, odiando el hecho de que estoy desmoronándome frente a él.
Pero él no se mueve. No busca consolarme. Solo está ahí. Firme. Presente. Y por alguna razón, eso es suficiente.
Llegamos a un edificio elegante en el centro de la ciudad.
—Vas a quedarte aquí —dice, sin lugar a discusión.
Salgo del auto sintiéndome agotada, derrotada, pero con una extraña sensación de seguridad.
Él me guía al interior del apartamento, amplio, pulcro, lleno de una calma que contrasta con el desastre que soy en este momento.
Me giro hacia él, con los ojos hinchados por el llanto, con la garganta seca por la rabia y el dolor.
—¿Por qué me ayuda?
Me observa por un largo instante. Su mirada se desliza sobre mí con una intensidad peligrosa, como si estuviera evaluando algo que ni siquiera yo puedo entender.
—Porque puedes soportarlo.
No sé qué significa eso. No sé qué es lo que ve en mí.
—Nunca debí llamar.
Su expresión no cambia.
—Pero lo hiciste.
Aprieto los labios, sintiendo la verdad de sus palabras.
—No tenía a quién más llamar.
Asiente lentamente, sin sorpresa, sin lástima.
—Siempre ha sido así, ¿no?
El nudo en mi garganta se aprieta. Desvió la mirada hacia la ventana, hacia las luces de la ciudad que parecen burlarse de mi dolor.
—Sí.
—Las cosas pueden ser diferentes, si así lo quieres.
El peso de sus palabras me hace cerrar la boca. De nuevo no estoy entendiendo a que se refiere. No comprendo su comportamiento, ¿Por qué me ayuda? Soy una extraña a la que decidió ayudar, una extraña que está involucrándose más de lo que debería. Porque con los otros becados no tiene este tipo de relación. Y lo peor es que ahora lo noto.
—Clarissa, te escucho. Dime lo que no has podido decir en voz alta.
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Editado: 20.06.2025