NARRA CLARISSA
Respiro hondo, mi cuerpo aún rígido, mi piel aún consciente de la cercanía de Henry, de la manera en que me observa, de la manera en que no retrocede.
—No tienes poder sobre mí, Rockefeller.
Sonríe, pero es un gesto pequeño, casi imperceptible.
—Eso dices.
—Eres mi alumno.
Suelta el aire con calma, como si la frase no significara nada.
—Sí, profesora.
Me mantengo firme, mis ojos fijos en los suyos, en la manera en que su postura sigue relajada, en la manera en que parece estar jugando de nuevo.
—Es mejor que lo recuerdes.
Inclina la cabeza ligeramente.
—¿Por qué? ¿Tienes miedo? ¿te sientes tentada?
Mi mandíbula se tensa.
—No tengo miedo.
—No puedes negarme como me miras, como me deseas con esos ojos endemoniados. Pude sentirlo en el beso. ¿quieres otro para comprobar? Puedo sacrificarme.
—Eres un niño rico que se divierte probando los límites de la gente. No me interesa jugar contigo.
—¿Es un reto?
—Aléjate de mí, o voy a destruirte.
—quiero ver que lo intentes, profesora.
APARTAMENTO
Mi cuerpo está agotado, pero mi orgullo sigue ardiendo. El dolor en mis nudillos me late con fuerza, recordándome lo que hice. Lo golpeé.
Me tiro sobre el sofá. Cierro los ojos un momento. Esto se está saliendo de control. Nada de esto es normal. ¿Qué pasa con mi vida?
Dos golpes en la puerta me hacen ponerme de pie y caminar lento. Abro y la voz de Nathaniel rompe el silencio, baja y firme.
—Déjame ver tu mano.
Mi cuerpo se tensa apenas. Ingresa sin permiso. Ni siquiera termino de procesar lo que está pasando cuando ya estoy sentada en el sofá con él revisando mis manos.
—Estoy bien.
—No lo estás.
Mi mandíbula se aprieta.
Camina con pasos medidos, su presencia llenando el espacio sin esfuerzo. Él desaparece por un momento. Cuando regresa, tiene un botiquín en las manos.
No dice nada.
Solo se sienta frente a mí, abre el pequeño estuche y toma mi muñeca con firmeza, pero sin brusquedad. Sus dedos son cálidos. Demasiado cálidos. Mi respiración se vuelve más lenta.
El silencio se llena con la sensación de su tacto, con la forma en la que su pulgar roza mi piel al inspeccionar el daño en mis nudillos.
—Te pasaste de fuerza.
Su tono es neutral, casi indiferente.
—No me arrepiento.
Levanta la vista. Su expresión cambia apenas, un destello de algo que no logro identificar.
—Lo sé. Lo hiciste bien.
Un silencio tenso nos envuelve. No incómodo. Solo denso. Mis ojos recorren su rostro. Las líneas en su mandíbula. La sombra de su barba. La profundidad en su mirada. Pero no me permito pensar demasiado en eso.
Él sigue vendando mis dedos con precisión, como si no hubiera otra cosa en el mundo más importante que eso en este momento. Y cuando termina, su voz baja apenas un tono.
—Necesitas un nuevo auto.
Mi espalda se endereza. Lo miro con incredulidad.
—No necesito nada de ti.
Su expresión sigue impasible.
—Pero lo tendrás.
—No necesito otro auto. —Mi voz es afilada, segura.
—Sí lo necesitas.
Exhalo con frustración.
—No puedes decidir eso por mí.
Él se inclina apenas hacia adelante, su tono bajo, sin emociones visibles.
—Sí puedo.
La rabia se enciende dentro de mí.
—No eres mi dueño. ¡no eres nada! ¡deja de comportarte como si te importara! ¡deja de prestarme atención!
No reacciona. No inmediatamente. Pero hay algo en sus ojos. Cruzo los brazos, endureciendo mi postura.
—No quiero deberte nada más. Por favor, deja de cruzar la línea. Ya fue suficiente.
Él suelta el aire con calma.
—No lo haces. No me debes nada. Y no voy a repetirlo más veces.
Mis labios se aprietan.
—¿no te das cuenta? ¡nada de esto es normal! Una beca por diez años, en mi cuenta sigo recibiendo la mensualidad incluso cuando ya he concluido mis estudios. No soy tonta, nadie da una beca monetaria de treinta mil dólares mensuales, aunque sea el hombre más rico del planeta.
No me interrumpe, guarda silencio.
—¡vas a mi casa a recogerme! ¡me das un empleo! ¡me das un auto! ¡me das dinero! ¡tengo un sueldo que siento no merezco! ¡cada día siento que me involucro más en tu vida! ¡vivo en tu apartamento! ¡esto es un gran problema y debe acabar! ¡ya no más!
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Editado: 20.06.2025