Abrió la puerta de su habitación algo cabizbaja, algo dispersa. Se mudarían otra vez, y esta ya era la quinta mudanza en dos años. Su padre creía ingenuamente en que el no permanecer, no echar raíces, le aliviaría la carga de esa pregunta a la que temía responder, ¿y su esposa Dr. Matis?
Ese era un cuestionamiento que hería, pues con solo treinta y dos años de vida, un esposo y una pequeña de ocho años, Marianne Matis decidió quitarse la vida. No solo se la quitó, la hizo pedazos, empapándose en aquel liquido combustible dorado verdoso y prendiéndose fuego; dejando de sí solo una silueta carbonizada y quebradiza, tanto como los recuerdos que dejó y las preguntas que se llevo consigo a la tumba.
Su padre no podía con su dolor, este le drenaba la vida gota a gota, día a día, y ella, su única hija, vivía así, huérfana de madre, e invisible para su progenitor, quien no podía verla con claridad pues la pena tan profunda que cargaba enturbiaba su visión desde aquella mañana nefasta solo guardaba una imagen; ceniza y rojo.
Emily arrastró los pies por la alfombra rosada de su cuarto, se quitó el suéter y cambio el jeans desgastado que vestía por un pantalón ligero; se deshizo la trenza que mantenía adecentada su larga cabellera rubia y sin ánimo ni voluntad para una acción más en su monótona vida retiró el grueso acolchado púrpura que vestía su cama y se coló entre aquellas sabanas frías, que tendrían lo que ella no, un tibio contacto que las volvería cálidas y acogedoras.
Solo tenía catorce años y ya no le encontraba sentido a la vida.
Cerró sus ojos lentamente, rogando que el engañador bálsamo de la somnolencia tomara como rehén a sus sentidos, y casi se perdía, casi caía rendida en los brazos de la inconsciencia cuando la oyó por primera vez.
—Fueron millares de noches padeciendo entre las sombras, fueron incontables días queriendo con manos temblorosas rehacer mis deshechos, los colgajos de mi ser que estaban esparcidos por brisas burlonas... pero aquí estoy, te hallé al fin...¡infecta!
Ella no supo si fue su imaginación, o aquel velo que confundía sus percepciones en la vigilia, pero esa voz masculina y potente la estremeció de los pies a la cabeza.
—¿Quién dijo eso?, ¿quién esta allí?—preguntó cubriéndose lentamente la cabeza con el pesado edredón, como si hallara en esa contenida oscuridad, un refugio.
—¿No reconoces acaso la voz del que sustentó tu existencia?, tú, maldita infecta del averno te harás la desentendida, ¿no sabes que esperé tu reencarnación decenas de vidas?... ¡cobraré mi afrenta!... yo, Lorand Bakó, Ban de Bratislava he venido a procurar que el justo castigo que mereces caiga sobre tu cabeza.
La voz de aquel que se llamó a si mismo Lorand, era fantasmal y amenazante, teñida de crueles matices e inflexiones sobrenaturales. Sin poder evitar que el pánico ascendiera como una ola gélida por su piel, ella, la hija del atribulado doctor, comenzó a murmurar un rezo a ese dios al que poco le acercaron sus padres, pero que era bien sabido oía la oración de los que clamaban a él en medio de la necesidad. Y quien más necesitada que ella, que era acosada en la oscuridad por una voz sin rostro ni cuerpo.
—¿Rezas?—le inquirió él en un evidente tono de burla—¿Crees que realmente hay alguien presto a socorrerte?, ¿a auxiliarte? ¡criatura patética, nadie lo hará!... tengo el derecho que da el resarcimiento, y ha llegado tu hora de pagar.
Y en ese momento lo sintió; un peso invisible se apoyó sobre su tembloroso cuerpo, que aterrado por el miedo y la incomprensión se crispó completamente.
Podía sentir su aliento caliente como el fuego aun sobre toda las capas de tela que la cubrían; aunque invisible a sus ojos, él estaba allí, sobre ella, y tenia pensado lastimarla.
Emily gritó. El eco de su propia voz sería lo último que recordaría de esa noche.
Encontrarse viva y sana al día siguiente fue una sorpresa para ella. Mientras las horas corrían, ella más y más se convencía de que aquel encuentro solo fue producto de su imaginación; tenía que serlo... pero no.
Lorand se presentó esa noche de la misma manera en que lo hizo la anterior; soltando amenazas y juramentos envenenados, recostándose sobre su cuerpo, respirando cerca de su rostro.
—Creíste que era solo un sueño, ¿no es verdad?—la hostigó en tono sarcástico—Pobre niña. Soy tan real como los latidos de tu traicionero corazón. Dime, ma beauté... ¿haz comenzado a recordarme?, ¿recuerdas mis besos, mis caricias, el tacto de mis manos?
Emily tragó dolorosamente. Aquella palabra "ma beauté" le era extrañamente conocida, aunque no la había escuchado antes. Ma beauté, mi belleza... era francés, él solía llamarla de esa manera.
Aquel recuerdo acelero su corazón. Creyó rememorar unos labios rosados y finos llamándola así.
Esa evocación fue la primera de muchas, en las incontables noches en las que él la visitó en esa casa, como también en la nueva a la que se mudaron dos meses después de aquella primera vez en que Lorand se hizo presente en su vida.
Ella recordó de a poco su rostro. Delgado, de nariz fina y recta; sus ojos entre grises y verdes; la palidez de su piel y la negrura de su largo cabello que sostenía siempre en una coleta.
—Te recuerdo—le dijo una noche—Eres horrible.
Lorand no podía ser más hermoso, seguramente por eso rió, pero su risa era hueca, quizá sabía que ella se refería a su interior.
Poco después rememoró una casa victoriana, grande y con muchas habitaciones. Una le pertenecía; el cuarto que fue testigo mudo de cientos de noches de humillación. Su sangre empapando la seda de las sabanas blancas, su cuerpo como una marioneta sin voluntad usado para el placer del señor de la casa. Cuando Emily revivió aquello, todo su odio regresó.
—Tenía quince años, era inocente, era pura. Me sacaste de mi cama una noche mientras todos dormían. Me robaste mi libertad, mi vida—le dijo una vez, cuando el amanecer ya se acercaba.
—Te di una nueva vida, siglos que de otra manera no hubieras alcanzado. Detuve tu reloj para que te mantuvieras bella e inalterable ante el paso del tiempo, y te amé como jamás amé a nadie, víbora rastrera... que mal me pagaste.
Él le dijo esto último antes de desaparecer, antes de que los primeros rayos del sol alcanzaran su cuarto.
Emily fue recordando todo. Recordó a su madre gritando y golpeando la puerta de la mansión. La vio por la ventana rota de dolor. Antes de su rapto ya se contaban historias de los habitantes de la casa, se decía que eran demonios; cuanta razón tenía la gente del pueblo. En esa casa solo vivían monstruos y esclavos, iguales a Lorand y a ella.
—Cuéntame infecta... ¿quién te dijo cómo?—le preguntó él, una noche de tormenta. Su voz no era más que un murmullo que le entibiaba el cuello.
Ella tuvo que hacer memoria.
—Fue Brigitte—Le hizo saber—, ella me lo dijo, y me dio el veneno. No sabes como disfruté verte llegar esa noche, tan seguro, tan presumido como siempre. No sabías que la muerte corría por mis venas, y te la bebiste con la confianza con la que un bebé mama el pecho de su madre. Reí mientras te desintegrabas, gocé tu dolor, tu miedo.
Emily escuchó como su respiración se volvía profunda, hasta creyó oír el crujir de los dientes que no tenía.
—¿Brigitte?, ¿mi nana me asesinó?—se rió—Que ironía, todo lo que poseía estaba a su nombre. Le dejé todas mis riquezas a una traidora... mi confianza a una, mi corazón a otra...¡qué imbécil!
Lorand guardó silencio por el resto de esa noche, pero no se fue, se quedó ahí con ella, exhalando hálitos de impotencia sobre sus hombros desnudos.
Infecto. Así llamaban los vampiros a los que tenían "sangre mala"... la de ella fue sin duda la peor, una contaminada con sangre de muertos. Fue asqueroso beber eso, pero valió la pena.
Emily se vio a si misma en aquel pasado. El mismo cabello rubio, los mismos ojos celestes, los pies descalzos corriendo por el pasillo. No llegó siquiera a la puerta principal, Damien, uno de los hermanos de Lorand, la atrapó en la puerta. Rasgó su garganta como si rebanara un trozo de mantequilla, y ella cayó a sus pies desangrada. Murió con una sonrisa.
Lorand le hizo compañía por cinco largo años. Siempre presente, nunca visible, hasta esa noche, noche maldita.
Se acostó temprano como siempre hacía. Su madrastra ( la tenía desde hace un año, al igual que dos hermanastros pequeños) le preguntó si se sentía bien y ella le dijo que estaba cansada.
Se arropó, hacía frío, una ligera llovizna salpicaba los vidrios de la ventana. Tenía sueño, pero se resistía a el, le era difícil dormirse hasta que él llegaba con sus insultos y preguntas. Con su calor y su presencia fantasma.
Pero Lorand no aparecía. El reloj ya superaba en minutos a la medianoche, y nada.
—¿Dónde estas maldito?—le preguntó al aire. El rencor hablaba por Emily, era una joven pero se sentía una anciana cansada.
Él apareció exactamente a las dos, y los ojos de Emily se llenaron de terror.
Lorand estaba parado frente a ella. La escudriñaba con esa media sonrisa pícara que bien le conocía. Jugaba con la puntilla blanca de la camisa que sobresalía de su chaqueta negra.
—Así que al fin te has regenerado... ¿que sigue ahora?, ¿ violación, tortura y muerte?... ¿o has planeado alguna otra cosa?
—Planeé muchas—le concedió él, acercándose despacio. Se veía tan perfecto como aquella noche en la que lo vio al despertar en aquel cuarto en el que permaneció cautiva doscientos noventa años.
Tenia miedo, sí, pero no pensaba demostrárselo. En realidad tenía poco por perder. Esa vida, la que vivió durante diecinueve años solo supo girar alrededor del dolor y la tristeza.
Emily se destapó. Permaneció recostada y lo miró a los ojos desafiante.
—Hazme lo que quieras y largarte de una vez. Nada será peor que seguir soportándote—le dijo. Los ojos de Lorand chispearon al escucharla.
—Así que te rindes una vez más, que débil eres. Solo sabes hacer las cosas por detrás. Veneno a escondidas, ardides ocultos. Me decepcionas infecta, deseaba verte resistiéndote o suplicando clemencia... pero la noche es larga, y es toda para nosotros. Mírame, soy tu pasado, tu presente y seré tu futuro. Nunca podrás librarte de mi, nunca.
Las últimas palabras de Lorand la hicieron fruncir el ceño, ¿a qué se refería él? Si él la mataba seria libre, ¿qué estaba escondiendo?
Él llego hasta ella, se sentó en la cama y apoyó una mano en su vientre.
—¿Sabes que es lo malo con los cómplices en las sombras?—le preguntó mientras le dibujaba círculos con los dedos—Que no tienen tiempo para explayarse. Brigitte, oh brigitte, no te contó todo, ma beauté. El veneno que ingeriste no pereció con tu cuerpo, sigue en ti, contaminaste tu esencia. Por eso en todas tus vidas has sido infeliz, tal vez no lo sepas pero te has suicidado varias veces. Te envenenaste a ti misma más que a mí.
—¿Parlotearas toda la noche?—le preguntó ella, demostrándole que no le daba mayor importancia a sus palabras, aunque en su interior lo hacía.
Lorand sonrió, sus dedos ascendieron por su camisón y acariciaron la curva de sus senos.
—Simple... ¡que raza tan insípida la tuya!—murmuró él—Te amé Emily, y nunca quise dañarte. Mi naturaleza es precipitada y voraz, pero mis sentimientos hacia ti eran sinceros. Te lo dije, ¿lo recuerdas?... tantas veces. Quería amarte con delicadeza pero no podía, quería resistirme a la sed, pero me era imposible, quería dejarte libre, pero no hallaba las fuerzas. Nunca escuchaste, nunca creíste, te encerraste en negación y no notaste que sufría al hacerte sufrir.
Algo en el pecho de Emily se conmovió con su declaración, pero procuro mantenerse firme.
—Es tan fácil condenar lo que no se entiende. Tan sencillo juzgar lo que no se vive—continuó Lorand—Cuando recuperé la conciencia años después de tu treta me concentré en regenerarme, no por ansias de vivir, después de mil quinientos años, estoy francamente cansado de existir. No, lo hice para encontrarte. Para vengarme, sí, pero también para educarte. Así que a tus ojos soy un monstruo, quizás logres comprenderme cuando vivas bajo mi piel.
Emily abrió la boca para preguntarle que rayos significaba eso, pero sus palabras se quedaron atoradas en medio de un apasionado beso. Lorand la besó como antes lo hacía, empezó suave y delicado para tornarse después hambriento y necesitado. Ella intentó no corresponder, no flaquear, pero él era experto en someterle, en hacerla desvariar hasta que ella se rendía para dejarse hacer a su antojo.
Aquella sutil amenaza que Lorand le hizo se perdió en medio de aquel frenesí. Las manos del vampiro la recorrieron, su boca marcó su cuello. Emily sabía que aquella pasión con la que la subyugaba era parte del castigo, su comienzo; luego le seguiría el suplicio, y como acto final, y lentamente, la muerte.
Él se acomodó en medio de sus piernas, tomándola de los muslos con cierta ferocidad, y ella no se resistió, solo quería que todo acabara para descansar en paz. Por eso no la sorprendió la mordedura, más esta despertó una pregunta. Si él dijo que estaba contaminada, ¿porqué la bebía?, ¿acaso quería volver a perecer?, ¿o solo era otra de sus mentiras?
La respuesta llegó pronto, como pronto llegan los mensajeros de la calamidad. Lorand se incorporó, y de sus ojos, boca y oídos comenzaron a fluir ríos de sangre. En segundos el vampiro se convirtió en un volcán del cual erupcionaba sin control el magma. Todo enrojeció; las sabanas, el suelo, ella que aún seguía debajo, todo, hasta que él en medio de un desgarrador grito se deshizo como aquella vez, pero en esta ocasión de forma más violenta.
De Lorand, el Ban de Bratislava, no quedo nada más que restos sanguinolentos.
Emily estaba incrédula, azorada.
Así la encontró su padre. Lo escuchaba y veía pero no reaccionaba, su mente se había ido lejos.
La internaron en un neuropsiquiátrico. Dos meses después llegó la sed, y con ella Emily empezó a comprender. Entendió dos cosas: Lorand le había administrado su sangre al morderla, ahora ella era como él, una voraz criatura de la noche, lo segundo era el porqué; quería que supiese lo que era vivir siendo él.
Aquella maldita sed era implacable, desesperante, enloquecedora. Dos enfermeras fueron sus primeras victimas. Luego el hospital entero.
Emily no reconocía su propio cuerpo. Sus huesos se habian endurecido, sus músculos eran fuertes. No sentía el tibio cosquilleo del circular sanguíneo, ni el repiqueteo acompasado de sus latidos. No enfrascaba su mente en pensamientos filosóficos, ni su tiempo en curas o respuestas. Solo sentía aquella constante necesidad de sangre humana. Eso era todo para ella.
Corrieron siglos. Ella se enamoró dos veces. Los dos murieron. Sobra decir que ella los mató.
Y sí, ahora comprendía. La maldición que corría en sus venas la esclavizaba, la volvía una bestia, pues, aunque sentía la calidez de los sentimientos, estos no dominaban sus impulsos asesinos, sus arranques de injustificada violencia.
Lorand la retuvo con él doscientos noventa años, ¿cómo pudo soportar?, ¿la amó tanto?
Desde el día en que entendió no sintió más. Se obligó a si misma a no guardar emoción alguna, a no flaquear ante los sentimientos, ni ante la compasión ni la pena. Asimismo desde ese día aguardó... ¿podría volver a ella?, ¿quién si no él la entendería?
Aún para su propio asombro comenzó a esperarlo. No sabía si había posibilidades de que Lorand resurgiera, pero aquella ínfima esperanza la hacía sentirse más humana, menos monstruosa.
Una noche en particular en que las sombras la camuflaban de los ojos mortales, Emily sintió un escalofrío subirle veloz por la espalda. Acababa de beberse a esa rolliza mujer, su sangre todavía caía en hilos por su mentón, aun goteaba en sus manos, aun empapaba su largo vestido alzado hasta los muslos, muslos que aun descansaban sobre su última presa.
—¿Qué tal vivir en mi piel?... infecta.
Su voz le acarició los oídos. Él había vuelto a ella.
—Somos el fruto prohibido de la vida y la muerte. Sus hijos no deseados, Lorand... ya no me dejes.