Edith y Erriel se acercaron a la zona fría. Las montañas.
Descubrieron que no solo estaban rodeados de bosques, sino que había nieve, algo nunca antes visto para ellos.
Y al pisarla por primera vez, un sinfín de sensaciones llenaba sus cuerpos.
Antes de que llegaran, se toparon con un olor intenso en el bosque, que provocaba ardor en sus ojos y dificultades para respirar. Era peor que la orina de animales cuando deseaban marcar territorio.
Edith también lo hacía en ocasiones.
Pero sin darle mucha importancia, continuaron con el viaje.
Ella observaba como el zorro era feliz, y aunque no hablaba con él lo notaba en sus acciones. Contenta, la pelirroja se dirigió hacia su amigo:
—Erriel, ¿es lindo? poco parecido a casa, pero podemos acostumbrarnos —dijo.
Caminaron por mucho tiempo, Edith tiritaba del frío que tenía y Erriel, ya acostumbrado, saltaba por todas partes.
Parecía que la chica se estaba congelando, y era cierto, tenía gran parte de sus dedos de la mano inmóviles por el frío de la zona.
Pensó en volver, pero desistió.
Veían animales más peludos, pero no tan violentos como los del bosque. Ratones blancos se escabullían entre la nieve y algún que otro reno corría por la zona.
La colorada se dio la vuelta, podía ver el bosque. Era lo mejor que había visto en su miserable vida.
Caminaron hasta cansarse, llegaron a un tronco y se refugiaron.
Edith escarbó la corteza del tronco para buscar gusanos. Se hizo con uno o dos, y se los zampó sin hacerle asco.
Pero el sueño comenzaba a atraparlos así que decidieron dormir.
¿Incómodo? Sí, pero habían dormido en lugares peores. Con el tiempo Edith se durmió, cansada de tanto caminar. Y junto con ese sueño, llegó una pesadilla…
Estaba sentada en la esquina más remota de una casa, acogedora, con una cama y una caja. No podía moverse.
Vio como dos personas caminaban, parecían discutir, gritaban y una de ellas lloraba, no entendía el porqué, pero no podía hacer nada así que siguió observando.
Un fuerte dolor aparecía en su cuello, cada vez más presente. Edith gritó, pero nadie la escuchaba.
La mujer que estaba discutiendo tomó la caja y sacó una llave, abriéndola y dejando al descubierto sus joyas, y una en particular, un collar dorado con una esmeralda en el centro.
El collar daba vueltas y se alcanzaba a ver un nombre grabado… el de Edith.
Dicha señora tomó el collar y miró a la pelirroja para, acto seguido, con una expresión esquizofrénica, lanzarlo hacia ella…
La cobriza despertó en un grito ahogado, con la respiración entrecortada, las manos y piernas temblorosas.
—¿Qué fue eso? —dijo.
—Has tenido una pesadilla. Deja, yo te ayudaré. —Edith sintió un susurro en su espalda.
La joven pegó un brinco y se puso a la defensiva.
Se acomodó en cuatro patas, como un animal, y empezó a hacer ruidos extraños para ahuyentar al hombre.
—¡Fuera, fuera! —gritaba, dándose golpecitos en la cabeza.
El sujeto era pálido y rubio. Cargaba cosas en su espalda.
—¿Q…? ¡¿quién eres?! —Se puso de pie. Su corazón estaba a punto de estallarle.
—Mi intención no es hacerte daño… No busco matar personas. —La chica lo miró confundida, sin palabras—. Puedo ayudarte, te otorgaré un espacio donde vivir. Has debido pasar por cosas muy difíciles.
Edith tardó un tiempo en responder, no sabía si confiar en él.
Se acercó, cautelosa, y empezó a olfatearlo. Nunca antes percibió un olor tan distinto al del bosque: era un humano, uno de su misma especie.
Al final, accedió.
Comenzaron a caminar rumbo a quién sabe dónde. Edith temió, pero poco a poco fue acostumbrándose a su presencia.
De vez en cuando respondía de maneras salvajes, al oír el ruido metálico de las tazas y jarrones que colgaban de la mochila del hombre.
Y tras horas de caminata, vieron entre las montañas como un inmenso castillo rodeado de murallas se asomaba.
«Bonito» Pensó Edith, justo antes de toparse con un camino trazado por el hombre. Les quedaba poco camino, muy pronto llegarían.
—¿Estás lista, muchacha?
Edith se puso firme, y asintió. Siguieron caminando, hasta que tocaron la cima y, junto con ella, las primeras calles del poblado.
Las personas circulaban las calles con sus abrigos de piel y cestas repletas de alimento. Varios niños jugaban con el vaho.
El hombre y la pelirroja caminaron por un rato, Edith no dejaba de mirarlo.
—¿Tu nombre? No lo dijiste —exclamó, bastante torpe. El frío tampoco ayudaba.
—Mi nombre es Marcus, mercader de Arnau, donde nos hallamos ahora mismo. ¿Y el tuyo? —se cuestionó.
Editado: 20.07.2022