Aguardaron hasta la noche. Los aldeanos prepararon todo para cuando partieran. Cargaban bolsas con suministros. Familias enteras esperaban en la entrada.
Recorrieron dos días a caballo hasta llegar al bosque, y seis días caminando.
Tuvieron cuidado de no toparse con la caballería. Y para evitarla, se escabullían entre los cerros.
Llegaron por la noche al igual que cuando salieron del feudo. Y en ese trayecto, tuvieron varios problemas.
Caminar durante tanto tiempo era devastador. Si querían entrenar para ser mejores, deberían tener disciplina.
Y mucha.
—Joven, ¿hacia dónde debemos ir ahora? —preguntó un hombre.
—Hacia los grandes paramos… allí la luz es escasa y los árboles más altos. Jamás nos atrevimos a cruzarlos con Erriel. —Miró a su amigo—, pero creo ya es momento.
Cuanto más se adentraban en el bosque, más libre se sentía Edith. Toda la presión vivida en antaño la torturaba todas las noches. Que si esconder su pelo, que si mostrarse de cierta forma.
No necesitaba sombrerillos ni estúpidos modales para vivir en Pocatrol. Palpó la libertad con las yemas de sus dedos, y no pudo evitar sonreír.
Dejó aquel retazo de tela y lo tiró al suelo. Al cabo de segundos, los caballos pisotearon el sombrerito, hasta que se hundió en la tierra.
—Mucho mejor —dijo la colorada, alborotando su melena.
Caminaron hasta que llegaron a un claro. Había rocas musgosas, y de ellas crecían hongos.
Erriel corrió hacia una y se sentó, quedándose por varios minutos descansando.
Comenzaron a montar pequeñas chozas. Otros hacían guardia y se turnaban para proteger a las familias. Pero en ese momento, nadie necesitó ser protegido.
Una luciérnaga revoloteó hasta posarse en el hocico del zorro, y este, hipnotizado por su luz, se quedó mirándola. Y seguida a esa luciérnaga, una millonada más comenzaba a salir de los pastizales para iluminar el cielo.
—Es hermoso —exclamó Alain. Sus ojos se cristalizaron y en ellos se reflejaban puntitos amarillos:
—Ha de ser mejor que vivas este momento junto a mí —susurró Alain en su oído para tomarla del brazo.
—¡Eh, espera! —gritó Edith, que aún no se percataba de lo que sucedía.
Corrían bajo las luces, era mágico.
Y luego de ellos, los niños fueron a jugar también.
Edith vio como el muchacho se divertía a su lado. Se ponía nerviosa, creyendo que se le insinuaría una vez más.
Pero, por primera vez, Edith sintió que Alain no buscaba otra cosa más que divertirse.
La primera noche pasaba lenta, las personas no lograban adaptarse a la nueva vida.
Pasaban de vivir en casas techadas al suelo del bosque.
Aunque Edith estaba acostumbra a ver ese tipo de escenarios, se le hacía raro volver. No estaba incómoda, ni mucho menos, pero una sensación neutra le recorría todo el cuerpo.
La pelirroja quedó pensando en tantas cosas que no se percataba de que la llamaban. Un grito de «la comida está servida».
Una vez más le gritaron, y reaccionó.
Edith caminó hasta la hoguera.
Antes de cenar, vio como el zorro jugaba con los perros.
Edith sonrió, se sentía feliz al verlo. Y, estando tranquila de saber que se encontraba bien, retornó a comer. El estómago le rugía como un león.
Y se esfumó uno, luego dos y tres cuencos de caldo. Saciada, tan solo quedaba dormir y reconciliar el sueño. Pero no podía.
Luego de comer, tomó su armamento y salió a ver si algo pasaba.
Estaba atenta, no alejaba su mano del arco.
—¡¿Habéis revisado los matorrales?! —gritó la pelirroja.
—¡Así es! —Se escuchó a lo lejos.
Ya estando segura, continuó su labor.
Con el pasar de las horas, los guardias y Edith estaban a punto de desplomarse.
—Iré a recostarme —comentó—, por favor señores, os pido que protejáis a todos… y si hay peligro, llamadme, quiero ayudar —imploró.
Se despidió y caminó hasta la fogata. Cuando estuvo a milímetros de tocar el suelo, un sonido de entre los arbustos provocó que se exaltara.
—¡Atentos! —exclamó al unísono del restallar los matorrales.
Un crujido seguido de un gruñido se había oído en la maleza. El nerviosismo y la tensión condensaban el aire.
Los aldeanos se sentían acechados por algo.
El pánico reinaba. No sabían contra qué o quién debían luchar, pero tenían muy en claro que defender a su gente era prioridad.
Un nuevo estruendo se hizo presente, eran las cercas de madera que rodeaban el perímetro: habían sido derribadas.
—Mantened la calma —susurró Alain—, no os mováis.
Editado: 20.07.2022