Infierno Escarlata

Capítulo 16

Alain se levantó exaltado. Su frente sudaba, y tenía temblores en las piernas.

Había tenido una horrenda pesadilla.

Con rapidez, el joven se levantó, vistió y emprendió un trote hasta la choza de Dorete, donde Edith descansaba. Entró en silencio, no quería molestar, y vio a una anciana bastante frustrada.

Y, como temía, a una pelirroja agonizando de dolor.

Edith estaba empeorando. Ya no hablaba, berreaba inconclusamente, y poco se podía entender. La pierna de la colorada parecía estar pudriéndose, o peor, siendo infectada por la misma muerte.

Nada podía salir bien de aquella situación.

Los aldeanos ya lo daban por hecho. Esa joven moriría en la noche, cuando los espíritus tocaran la puerta.

Pero había algo que nadie sabía, y era que Edith tenía a dos ángeles guardianes. Erriel, que la cuidaba y pasaba tiempo con ella, y Alain, que estaba a punto de cometer la locura más grande de su vida. ¿Por amor? Sin dudas.

—Niño, ¿qué se te ofrece? —Se escuchó una voz, haciendo que el rubio volviera a tierra.

—Dorete. —Se acercó, pensativo—, ¿conoce usted si en el feudo hay medicinas capaces de sanar estas heridas?

La femenina permaneció callada, intentando recordar algo.

Breves recuerdos de una vieja amiga enseñándole montón de pócimas y artefactos se dibujaron en sus pensamientos. Cosas únicas, incomprendidas ante la mirada del ser humano.

«Gracias, Lola, te lo agradeceré siempre».

 ¡Lo tenía!

—Austro tiene muchas medicinas que hubo comerciado con regiones lejanas… pero la que necesitamos —suspiró—, ha de ser la más cara de todas. Pócima de Acaciantro.

Aquel liquido sanador era una mezcla de varias plantas antibacteriales, antisépticas y con fuertes capacidades de curación, imposibles de hallar en los climas fríos. Además, decían las voces que había sido elaborada con magia, intensificando su poder.

Si había algo en Deimos que podía salvar a Edith, era esa bendita pócima.

Y estaba a dos días de Pocatrol.

Alain salió corriendo de la choza, sin dar respuesta alguna de hacia dónde iba. Tomó un caballo y saltó las vallas, perdiéndose en la profundidad del bosque. El trotar del corcel se oía a metros de distancia; tenía prisa, y quería salvar a su compañera.

El muchacho arriesgó su vida para emprender el viaje. Dos días a caballo si no tenía retrasos, dos días en los que tendría que ser rápido, y encontrar aquella medicina. Pero… ¿cómo pagaría la deuda?

—¡Vamos! —gritó el jinete, y aceleró el paso.

Aunque se mostraba rudo, el chico estaba muriendo de temor. La vida de Edith pendía de un hilo, y solo él podría hacer algo para rescatarla. Y sin darse cuenta, hundido en sus sentimientos, ya había cruzado la frontera del bosque.

Desde aquella primera vez en el baile, no pudo dejar de pensar en ella. Su belleza y espontaneidad lo cautivaron, tanto que el nombre de Edith se encontraba en la punta de sus pensamientos.

«¿Cómo estará? ¿qué pensará de mí? ¿habrá de interesarse por alguien tan tarugo como yo?» Eran pocas de las mil preguntas que invadían su mente cuando la veía. Su corazoncito se aceleraba, poniéndose un poco tonto y hasta meloso… se sentía protegido con ella, y por eso mismo deseaba salvarla.

Poco a poco, el tiempo pasó y el sol le dio paso a la luna, anunciando que se encontraban más cerca de su destino. El Reino del Norte se veía a lo lejos, pero debía ir mucho más allá, donde los árboles se pintaban de otoño.

El aire estaba frío, anunciando que el invierno arribaría Deimos muy pronto. Esto causaba que el césped se enfriara, formando una capa de rocío y niebla en toda la extensión de tierra.

Aquel escenario era tétrico, un poco espeluznante, pero no fue suficiente para acobardar la valentía de Alain. Si quería salvarla, tendría que cruzar cielo y tierra, sin importarle cuanto temor podía sentir.

Varios lobos y coyotes aullaban a la luna, se oían claramente, obligando al rubio a que tomara un rumbo distinto para evitar posibles ataques o huidas por parte del caballo. Aquellos tramos le ralentizaron el viaje.

Lograba ver las luces del castillo, que le dieron seguridad. Sin claridad, Deimos era una masa oscura por la noche, ni la luna lograba alumbrar con totalidad.

—¡Arriba! —enunció, justo antes de que el animal se elevara en el aire para esquivar un arroyo.

Cuando cayó y tocó suelo, todo en el retumbó. Siguió trotando, y aunque le quedara mucho por recorrer, se mantuvo despierto. Habiendo ya llegado a destino, corrió rumbo a la casa de alguien muy querido…

—¡Abuela! —exclamó, mientras abría la puerta.

—¡Dios mío, Alain! —Se escuchó a lo lejos, y segundos después se vio a la anciana—, ¿cómo habéis llegado al bosque, y porqué estás aquí de vuelta?

—Vine para saludarte —corrió a abrazarla, depositando un pequeño beso en su frente—, y a buscar algunas cosas de mi pertenencia.



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En el texto hay: fantasia, misterios, aventura epica

Editado: 20.07.2022

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