—¡Mátalo!
—No puedo —sollozaba la niña, tapándose los ojos.
—¿Y pretendes liderar con mano de hierro, y eres incapaz de matar un conejo? —Se reía una voz, mientras le lanzaba una jaula.
Y en su interior, había un conejo negro.
—¡No, usted no lo entiende! —tragó saliva—, esta criatura no hubo hecho nada malo... ¡Tenga piedad, señora!
La muchacha intentó agarrar la jaula, pero fue rápidamente apartada de un manotazo. Fulminante, la mayor abrió el candado y tomó al animal del pescuezo, golpeándolo contra la mesa de madera.
—¿Cómo quieres ser condesa si careces atisbo alguno de dedicación? ¡Muchacha, mátalo ahora y siente el poder que tiene, Dios te trajo al mundo para esto!
Miró con pena a la criatura. Si había algo que amaba más en su vida, eran los conejos, y el gracioso de su andar.
Cuando salía al monte y paseaba los senderos junto a su institutriz, lograba ver como se le acercaban, curiosos, y empezaban a olfatear sus pies.
Eran hermosos los recuerdos que tenía de ellos. Y que la obligaran a matar a uno, le partía el alma.
La futura condesa tomó al conejo, lo volvió a mirar y...
—Excelente, muchacha, excelente... Pero lejos estás de superar a tu hermana —se burló—, ahora ve a asearte, sus padres la están esperando.
Después de decirle aquello, escucharon unos gritos provenientes de los calabozos.
—¿Qué hubo sido eso? —preguntó la pequeña.
—Unos reclusos intentaron escapar —respondió la otra.
—¿Y los gritos, a qué se deben? —dijo Katerina.
—Tuvieron la magnífica idea de fugarse por las ventanas… las sogas en Amún son muy frágiles, la humedad las desgasta rápido. Ya sabe el destino que les depara luego de caer por un acantilado.
Horrorizada, la pequeña corrió a su habitación. Con un nudo en la garganta y las manos temblorosas, se tumbó en el suelo para comenzar a llorar.
No soportaba que la comparan con su hermana, que tantas veces se había burlado de ella por ser la miembro más débil de la familia. Era como una florecita creciendo en un risco; inestable.
Pero a la vez deseaba estar en el mandato. Era su más grande objetivo, poder crecer y cambiar al mundo, las mentalidades, ser una líder honrada por su gente… pero no querían a alguien vulnerable, y por eso mismo la dejaban de lado.
Y fueron tantos los años en los que notó aquel favoritismo por su hermana, que empezó a tomarle rencor. Tenía envidia de ella, la miraba con desprecio y todo rastro de cariño que le tenía se esfumó.
«¡Una condesa no puede tener su fragilidad, muchacha insolente!»
«Necesita de un hombre que la estabilice, no podrá ser condesa… es demasiado débil.»
«¡Habrás de casarte cuando te lo digamos, Katerina! Mujer tan endeble requiere la fuerza de un buen marido.»
Repetía en su cabeza las palabras de sus padres, que poco cariño y atención le habían dado. Era criada por mujeres sirvientas, que arremetían contra ella cuando estaban furiosas.
Era la marioneta de un condado entero.
A sus doce años de edad, la jovenzuela no podía hacer otra cosa más que llorar y llorar. Si no quería actuar de maneras tan inhumanas para convertirse en lo que quería, tendría que dejarle el puesto a su consanguínea.
Pero no tenía idea de que, en un momento, el destino empezaría a mover los cabos sueltos para que algo aconteciera.
—¡Katerina! —Se oyó una voz resonando los pasillos.
La muchacha comenzó a ponerse nerviosa. Minutos después, vio desde su cama una sombra gigante, alumbrada por los candelabros, que se acercaba hacia ella.
Se cubrió la cara, temerosa, y esperó hasta que apareciera. Era Veremunda, la institutriz que tantas atrocidades le obligar a hacer:
—¡Niña, levántate! —le gritó, haciendo que la femenina obedeciera pronto.
Tenía cabello negro, era alta y portaba una pronunciada barriga. Sus ojos eran totalmente blancos, como si fuera ciega, y en sus manos tenía heridas moradas.
Latigazos.
—Dígame, Veremunda —tartajeó la muchacha, atemorizada, y aguardó a una respuesta.
—Hubieron llegado noticias de vuestros padres hace unas horas.
—¿Ya llegaron de su viaje a Kentreida? —dedujo Katerina, mientras repasaba sus libros de religión.
La señora se acercó más a ella. La empezó a mirar muy de cerca, hasta levantó uno de sus brazos y analizó la fuerza, resistencia y consistencia de sus extremidades.
Estaba flacucha, un poco desnutrida, mal cuidada.
—Murieron de camino. —Lanzó al aire la noticia.
Katerina quedó petrificada. Eran sus padres, que por más estrictos y maltratadores que fueran, le habían dado un hogar.
¿Qué haría luego de eso? ¿Cómo podrían sobrevivir en el condado sin dos líderes que lo mantuvieran?
Editado: 20.07.2022