—Moved esos barriles hacia allá —decía alguien, justo antes de que un sonido alarmara a todos.
Fuera del perímetro, comenzaron a prolongarse gritos de desesperación. Las personas corrieron hasta la entrada y, al ver de quien se trataba, abrieron.
Alain, que llegaba de su larguísima travesía, estaba tocando tierras seguras. Se veía demacrado, tenía la ropa sucia y mojada, varios cortes en los mofletes y un poco de sangre seca en el pelo.
Racktylern, el nombre que se le había dado hace un tiempo, se alegraba de ver una cara conocida, pero no sabían que traía malas noticias.
El hombre fue abatido por un sinfín de pensamientos. ¡Odhilia! La señora feudal… estaba muerta, y en su mente lograba plasmar con exactitud los hechos.
Tanta sangre y gritos de dolor solo podían confirmarle una cosa. Aquel homicidio había sido terrible, y no podía quedar así, debían cobrar justicia.
Se bajó del caballo, y cuando logró captar la atención de todos los pueblerinos, Alain se atrevió a hablar:
—¡Gente de Racktylern! —llamó la atención de todos—, temo deciros algo trágico, y recalcar que esto me hubo tomado de sorpresa… pero no debéis desesperaros, si unimos fuerzas, superaremos esta calamidad.
—¿Qué sucede, muchacho?
—¿Hubo pasado algo malo?
—No nos atemorices, joven Alain.
Las voces de los residentes se elevaban, dejando al descubierto su temor. Se acercaron más hacia él, ansiosos por saber las malas noticias. Y, cuando estuvo listo, lo soltó todo.
Fue horrible ver como la ilusión se despintaba de un momento a otro. El llanto invadió el bosque, el lamento se apoderó de todos… su líder, a quien tanto apreciaban luego de haberla juzgado, estaba muerta.
Y siguió contándoles todo, cada detalle, para que la sed de venganza empezara a llegar. Si alguien debía pagar los crímenes de Deimos, sería la condesa. Y el dolor se convirtió en rabia, una fuerte como el veneno.
«¡Hay que matar a esa arpía!» «¡Habremos de darle su merecido!» «¡Muerte a la condesa!» se oía por todo el bosque, y junto a los gritos, llegaba la acción.
Tenían algo muy en claro. Aquella mujer sería asesinada, y tendrían que empezar a prepararse. ¡Pero claro! Algo faltaba allí… Edith.
Alain poseía la Pócima de Acaciantro, solo quedaba aplicarla.
Corrió como loco hasta la choza de Dorete. Estaba cansado y somnoliento, pero era lo que menos le importaba en ese momento.
—¡Dorete! —Abrió la puerta de un empujón. Lo primero que vio fue a una señora sollozar, mientras cubría a su compañera.
—Joven… que susto nos hubo dado —suspiró—, ¿qué lograste conseguir?
Alain se acercó hasta ella, y de su bolsa sacó la pócima. Se veía nauseabunda, y algunas virutas extrañas nadaban en el líquido. Parecía vómito, pero Alain confiaba en la vendedora… pues si algo salía mal, la delataría.
—Lo que necesitamos para que Edith mejore. —Se la dio—, viértala, Dorete.
Asintiendo, la mujer vio la pierna de la bermeja. Era como el carbón, tenía zonas secas, blancas y rojas. La infección se había esparcido por la mitad del cuerpo de Edith, mucho más que cuando el joven se fue.
No hablaba, respiraba con dificultad y se estremecía de dolor cuando alguien la tocaba. Y Erriel… el pobre tenía una angustia terrible, que se notaba en su actitud.
Dorete tomó con suavidad la pierna de Edith, destapó el corcho y, delicada, empezó a verter un poco del líquido por toda la herida. Ardía mucho, sí, pero mantenían las esperanzas de que sanara.
—Una pequeña dosis por día la ayudará, habré de dársela… —No pudo concretar su oración.
—Déjeme cuidarla, por favor. —La interrumpió Alain—, estos días de ausencia no han hecho más que torturarme, necesito estar a su lado, saber que se encuentra bien.
La anciana no pudo evitar soltar una lágrima. Aquel joven, además de haber arriesgado la vida, dejaba de lado sus preocupaciones para cuidar a Edith.
Era un acto de pura bondad, y la pelirroja tendría que saberlo ni bien despertara.
—Un poco cada noche. —Le instruyó—, durante una semana, y habremos de ver evoluciones.
Dorete tomó al rubio de los mofletes, le lanzó una sonrisita esperanzadora y, así sin más, abandonó la sala para dejarlos a solas. Comenzaba una ardua labor de cuidar a Edith, pero no sería problema alguno.
Y el tiempo pasó, tan lento como los caracoles. Tiempo que fue excelente para que Edith mejorara.
Aun no hablaba ni se movía, pero la herida, que tan mal aspecto tenía, empezaba a ablandarse. Las zonas más oscuras se volvieron claritas, poco a poco, dejando ver la piel blanca de Edith.
El pus se fue al cuarto día, las costras desaparecieron al quinto, hematomas al sexto y… al séptimo, todo fue color de rosas.
Edith despertó luego de una semana. Miró a su alrededor con los ojos entrecerrados, hasta que divisó a lo lejos la figura de Dorete, que se acercaba hacia ella.
Editado: 20.07.2022