—¡Hacia allí! —gritó un soldado, yendo junto a sus compañeros.
Edith y Alain salieron detrás de un mueble, y desesperados, corrieron hacia la puerta principal.
A pesar de la adrenalina, ninguno de los dos pudo dejar de pensar en todas las personas que murieron de repente. Aliados, gente con la que compartían mesa y alimento.
Centenar de imágenes invadieron las mentes del rubio y la pelirroja, como estrellas fugaces. No querían tener el mismo destino.
—No hagas ruido —dijo la colorada en un susurro.
Fueron agazapados hacia la armería, y pudieron tomar unas espadas para defenderse:
—Toma ese escudo —replicó el rubio, viendo el armatoste defensivo que tenían al lado.
—¿Estás loco? —respondió Edith, temblando—, un escudo retrasará nuestra marcha, es muy pesado.
Alain insistió, pero ella comenzó a correr hacia la puerta. Miró el escudo por última vez, e indeciso, lo tomó para luego salir corriendo.
—¡Moriréis en el nombre de Octabious Evreux! —gritaba un lacayo, justo después de haberlos visto.
Cuando estaban fuera del castillo, pudieron ver mejor el panorama. Las calles se tiñeron de rojo, y varios cadáveres yacían tendidos en el suelo. Edith entró en pánico al no ver a Milosh o Blazh… ¿dónde demonios estaban?
El corazón parecía a punto de estallarle. No podía contener la respiración, estaba realmente traumatizada.
Y se creía tan fuerte y voraz cuando era pequeña.
«Que ingenua» pensó, en un fragmento de segundo, viendo todo lo que estaba a su alrededor. Sangre, sangre y más sangre.
¿Era eso lo que quería vivir y sentir? ¿Guerra y muertes? Sin dudas no, y un conflicto moral comenzaba a aflorar frente a sus narices.
Matar para no ser matados.
Siguieron corriendo, para ir a un establo de caballos. Se agacharon entre los fardos de alfalfa, y aguardaron a que la escolta que los seguía tomara otro camino.
—¿Cuántos son? —dijo Edith.
—Cuatro —contestó él—, cinco… no podremos solos.
—Alain. —Lo miró—, debemos luchar mano a mano para ganarles.
—¡No sabemos cuántos más hay, Edith! —exclamó, reprimiendo el llanto—, muchos aliados murieron, desconocemos el paraje de los otros, ¿qué hacemos?
Edith lo miró por última vez, y sin decir nada, salió del establo para luchar. No quería aparentar cobardía, pues eso la haría vulnerable. Vio como un soldado se acercaba hacia ella, armado con una daga. El hombre empuñó el arma y lanzó al aire varios navajazos, rasgando la muñeca de Edith.
Largó un grito de dolor, manchándose los dedos de rojo carmesí. No sabía qué hacer, le estaba ganando el pánico.
Quiso salir corriendo, hiperventilando del miedo, pero ya no tenía otra opción. Debía pelear, por su bien y por el de toda la gente que confió en ella.
Miró al guardia con furia, y se abalanzó hacia él para clavarle un espadazo en el hombro, haciendo que gritara del dolor.
El hombre comenzó a retorcerse, incapaz de sostener el arma. Edith lo miraba con ojos frenéticos, sintiendo el calor de la sangre salpicarle el rostro.
«No puede ser… ¡no puede ser, lo herí!» pensaba, con un remordimiento carcomiéndola entera. Quedó en blanco, mirándolo, hasta que un grito lejano la devolvió a tierra.
—¡Muerte a la pelirroja! —gritó otro guardia desde lejos, y cuando comenzó a correr, se vio detenido por un flechazo que salía desde atrás de una casa e impactaba en su cabeza.
Edith miró boquiabierta hacia el lugar, viendo dos cabelleras. Una negra y una pelirroja.
«¡Milosh, Blazh!» pensó la muchacha, pero no dijo nada. Si tenían a los jóvenes atacando desde lo oculto, podrían tener ventaja.
Lo que no sabía era que, donde estaba el par de jóvenes, un inmenso dilema comenzaba a gestarse.
—¡No era a la cabeza, no debíamos matarlo, solo herirlo! —susurró Blazh, mirando a Milosh, que estaba tieso.
El pelinegro largó un suspiro. La imagen del hombre siendo acribillado le quedaría grabada en la mente de por vida.
Casi por instinto, las lágrimas empezaron a salir. Un fuerte temblequeo de piernas y sucesión de puntitos blancos recorrerle la vista nublaron a Milosh, haciendo que cayera de rodillas al suelo.
—Lo maté —dijo, mirando al suelo—. Blazh, que lo maté.
—Calma, calma —contestaba el bermejo, aunque él también estuviera muerto de miedo—. Respira, no dejes que el miedo te gane.
Usando su fuerza, Blazh tomó a su compañero del brazo y lo llevó a un sitio más seguro.
Mientras tanto, Alain observaba desde el establo, paralizado. Pensó en lo mucho que odiaba la violencia, y la sangre le daba nauseas. Recordó a su padre, y lo arisco que era cuando tomaba copas de más.
No sabía si podría seguir peleando, y su estómago se revolvió tanto que empezó a vomitar.
Editado: 20.07.2022