Edith se levantó exaltada. Aquellos cuatro días de estrés y preocupación le sentaron fatal, sentimiento potenciado por el encierro y las ganas de respirar aire fresco.
No pudo dejar de pensar en la batalla del mercadillo. Seguía oyendo las voces de los soldados, y esa tiritante sensación de sofoco que la atravesó.
Pero la sangre, ese era el verdadero horror. Edith se levantaba por las noches a causa de las pesadillas, que llegaban con frecuencia para hacerle recordar la cruda realidad de todo aquel embrollo.
El tiempo, si bien pasó lento, le brindó la posibilidad de razonar en lo que estaba haciendo y cuánto arriesgaba por pelear. Vidas inocentes, de los dos bandos, y hasta la suya propia.
Por otro lado, no quería seguir esperando a que la gente se diera cuenta de que ni Erriel ni ella tenían rabia. Sin indicios de posible contagio, los dos eran reclusos de la injusticia.
Pero no todo era tan malo, porque fueron esos días de encierro que le permitieron a Edith reflexionar.
—Erriel —lo llamó desde la cama—, ven, acompáñame.
El zorrito obedeció, y en cuestión de segundos estaba a su lado. Comenzó a lamerla, y permanecieron abrazados:
—Ya no sé qué pensar de todo esto, amigo mío… —le dijo desconcertada—. Se me es imposible lidiar con el peso de no saber si volverán vivos.
Edith alzó la vista al techo y se dejó llevar por la mente. Su pecho se encogió, haciendo que el aire le faltara. Pensó en Milosh, Blazh, Rostislav, Alain y en todas las personas a las que quería, y quienes se arriesgaban para lograr justicia.
Pero una entre todas ellas resaltaba, metiéndosele en la mente. Cierto muchachito rubio, con ojos endulzados de miel y sonrisa atrapante. ¿Podía ser más evidente?
Su nombre empezó a resonar en la mente de Edith, como un bombo, cada vez más fuerte:
—No soportaría el peso de no verlos llegar nunca, amigo mío… no soportaría perderlos. —Para ese entonces, empezó a lagrimear.
Edith hundió su cabeza en el pelaje del zorro, dejando que las lágrimas cayeran poco a poco. El zorro se acurrucó más a ella, dándole el cariño que no recibía hacía días:
—No soportaría perderlo a él. —Llevó sus ojos a la mirada del animal, conectándose—. Es un peso inmenso, Erriel.
La muchacha quería a Alain, pero no sabía cuánto hasta que tuvo su golpe de realidad. Había mil y una razones para aceptarlo, pero se negaba rotundamente. ¿Caer en las adversidades del amor y sufrir una posible pérdida?
Empezó a llorar descontrolada, sacudiendo toda la suciedad mental que cargaba.
Quemaba por dentro el hecho de imaginarlo, pero luego de horas lo asumió:
—Ay, Erriel… creo que me estoy enamorando —sollozaba la escarlata.
—La quiero, Milosh… —dijo Alain—. La quiero tanto que sufro si algo le sucede.
—Temo que le pase algo en Amún —exclamó Edith, secándose las lágrimas.
—Y jamás hube sentido algo así en mi vida —suspiró Alain mientras caminaban.
—¿Y si no llega a Racktylern? —La pelirroja empezaba a torturarse.
—¿Y si Edith no tiene tiempo para el amor?
—¿Y si Alain se hartó de esperarme y ya no me ve de la misma forma?
—¿Y si jamás ha de sentir lo que yo por ella? —siguió el rubio.
—Si ella no ha de sentir lo mismo por ti, la dejarás en paz —contestó Milosh, harto de la lluvia y la charlatanería—. Debemos centrarnos en Katerina, y luego en volver.
Mientras Valak y Rostislav se dirigían a tierra firme, giraron la vista para divisar el lugar donde lanzaron a la reclusa minutos antes… vieron como las burbujas se concentraban en la superficie, indicando que algo dejaba de respirar.
Los sujetos se acomodaron en el bote. La tormenta era tan intensa que creaba correntadas, y estos rezaban por salir de aquel sitio.
De vez en cuando sentían como si algo estuviera debajo de ellos, algo grande.
Varios golpes eran efectuados y estos provocaban que el bote se moviera, y que Valak, con un nudo en la garganta, se impacientara.
Un rayo cayó, el más grande de todos. Estaban a punto de llegar, ya les faltaba poco y veían personas en la orilla. Todos alzaban sus brazos, contentos por la hazaña tan riesgosa.
Deimos se adentraba en una democracia, y los residentes buscando justicia no se detendrían pronto.
Estando a cincuenta metros de sus compañeros, sintieron un golpe más duro que los anteriores. Tan fuerte había sido el trastazo, que no cayeron de suerte por perder el equilibrio.
Pero, con la ayuda mutua, lograron mantenerse dentro de la barca.
—¡Están rondando el bote! —Rostislav se dirigió al compañero justo antes de recibir otro golpe—, ¡debemos llegar a la orilla o no saldremos vivos de estas aguas!
—¡Nuestra gente está muy cerca, ellos podrán ayudarnos!, ¡continuemos remando, tal vez podam…! —Aquella oración no pudo ser concluida cuando, de repente, otro impacto provocó que perdieran por fin el equilibrio y cayeran.
Editado: 20.07.2022