Infierno Escarlata

Capítulo 35

—Esa muchacha nos quita tiempo de productividad —decía un hombre a sus compañeros—, es un estorbo, deberíamos dejarla morir.

—Sin dudas —contestó otro—, no ha hecho más que perjudicarnos.

—Es impulsiva, no queremos impulsivos entre nosotros —añadió otro.

—Y nosotros queremos que cerréis la boca de una buena vez, bastardos. —Los detuvo Alain.

—Debemos ser cuidadosos, Erriel. —Se dirigió hacia el zorro—. Cualquier paso en falso y moriremos.

El animal se acercó hacia ella y la miró fijamente. La Bermeja quedó hipnotizada por el azul de sus ojos, que de cierta forma la calmaban en momentos de pánico:

—Vamos muchacho, tenemos un plan que idear —le dijo, y así sin más se ocultaron en los árboles.

La altura era buena amiga a la hora de espiar. Proporcionaba visión más amplia, y eso era crucial.

El tiempo pasó y el sol empezó a ocultarse en el horizonte. Bastaron las horas para que la luna saliera.

Atacarían por la noche, donde el sigilo ayudaba.

—¿Estás listo? —le preguntó—, acabaremos con las ratas.

Edith largó un suspiro y se puso la capa. Empezaron a correr rumbo a las murallas, pero no entrarían por la gran puerta.

Escalarían el muro.

—¡Terminad con esos fardos de heno! —Lograron oír al otro lado de la roca.

Tocaron la muralla, era alta: unos quince metros, para ser exactos.

La chica elevó su vista hacia arriba y se mareó, el miedo empezaba a poseerla.

Pero no había tiempo para temer.

Aquella noche el rey desearía no existir.

Erriel inspeccionó la zona con suma cautela. No había soldados cerca, todos estaban dentro.

—No podré llevarte. —Se sacó el arco y lo dejó en el suelo—, me delatarás.

Dejada el arma, Edith subió a Erriel dentro de la bolsa para empezar a escalar.

Sacó de su cinturón dos cilindros de metal que había robado de la herrería, estos le darían más estabilidad para trepar.

Acto seguido tomó la soga que llevaba consigo y formó un lazo. Con fuerza la lanzó hacia arriba, y en el cuarto intento logró engancharse a un pico de la muralla.

—Vamos. —Acarició a Erriel—, rezaré para que no caigamos.

Empezó a trepar. Colocaba los cilindros en los huecos, escalaba y los volvía a colocar para subir.

Fue inevitable mirar hacia abajo. Estaban a mitad de camino y el vértigo era inmenso, a Edith le temblaban las manos:

«Falta poco» repetía en su mente «ya casi».

—¡Terminamos por hoy, podéis retiraros! —Ordenó un guardia. Edith intuyó que todos se iban luego de trabajar, pero no sabía a dónde.

¿Tenían casas propias? ¿Dormían dentro de un cuartel o seguían custodiando dentro del palacio?

Para cuando se percató, la muchacha llegó a la última escalada y logró tocar el suelo de la muralla.

«¡Por Dios!» Se alegró Edith. Sacó al zorro de la bolsa y lo soltó.

La Bermeja asomó su rostro hacia los interiores del pueblo.

Había algunos guardias, pero eran pocos. Era el momento ideal para escabullirse.

A su izquierda tenían una gran torre, la cual tenía una puerta que daba a las típicas escalinatas para subir y bajar.

—Por aquí. —Le señaló. Abrió la puerta y vio como la luz de una antorcha iluminaba el sitio.

Bajaron la torre con prisa, ansiando no ser vistos por los escoltas del rey.

Cuando estaban dentro del reino, Edith y Erriel bordearon la muralla escondiéndose entre los arbustos cercanos a esta.

 Nada de ir donde pudieran ser vistos.

Alejándose de la entrada principal, el par de amigos corrió hasta llegar a la zona trasera, donde pocas personas circulaban.

Edith pudo ver un grupo de sirvientas entrar y salir por una puerta. Tendían la ropa, y al cabo de minutos se despedían para irse a dormir.

«¿Qué puedo hacer?» «Piensa, Edith, piensa...»

Pasaron los minutos y una idea le vino a la cabeza. Cuando las sirvientas se marcharon y despejaron el patio, la muchacha corrió a toda prisa hasta llegar donde los tendederos.

—No me creen inteligente —exclamó ella—, les enseñaré lo que es ser inteligente.

Robó un atuendo de las sirvientas y se lo llevó detrás de un árbol. Empezó a desvestirse y se puso el atuendo: estaba húmedo, un poco ajustado e incómodo para Edith, pero al fin y al cabo le quedaba.

Terminó de cambiarse con el gorrito para ocultar su pelo, ese que tanto le incomodó durante toda su infancia. No quería volver a ponérselo, pero tuvo que.

Dejó atrás sus ropajes y se lanzó a lo incierto. Eran pocas las probabilidades de salir viva, pero debía intentarlo.



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En el texto hay: fantasia, misterios, aventura epica

Editado: 20.07.2022

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