12 de abril — primavera de 1616.
—¡Buenos días! ¿Tiene unos tablones que me obsequie?
El carpintero largó un suspiro, pero aun así aceptó.
—Tome... ¡Y úselos bien! No habré de tener tablas para usted todo el tiempo.
Moira recorrió el pueblo, pasando por la carpintería, la hilandería y la herrería. Recogió tablones de madera, retales de tela y clavos, nadie sabía que estaba tramando.
—¡Gracias! —dijo risueña Moira, para luego salir de allí y dirigirse hasta la morada de Edith.
El sonar de la puerta llamó la atención de Erriel, que como un rayo corrió hasta su amiga para despertarla.
La misma señal de todos los días, a la misma hora: parecía ya una rutina.
—¡Ahí voy! —gritó Edith, que tenía los pelos alborotados.
De un salto, la muchacha se vistió y acomodó la melena que tenía encima. Corrió hasta la puerta.
—Buenos días, pelirroja.
—Buenos días, Moira. —Las jóvenes se abrazaron, para luego empezar su recorrido—. ¿Qué es lo que tramas hoy?
Moira se tapó la boca y no dijo nada. Llevaba una bolsa repleta de objetos, los tablones y las telas de antes.
Edith sostuvo algunas cosas y, luego de minutos, llegaron hasta la entrada de Racktylern.
—¿Otra salida más, muchachas? Es la cuarta en estos días… estamos ajetreados últimamente, necesitamos ayuda —se quejó el guardia, mirándolas desde la atalaya.
Edith no contestó, en cambio Moira sí.
—Tan solo son unas horas, luego volveremos a ayudar.
Y, aunque desconfiado, el guardia les abrió la puerta y el trío de amigos salió hacia el bosque. Miraron hacia atrás, viendo como la gigantesca portezuela se cerraba.
Recorrieron Pocatrol durante un rato, observando el paisaje e inspirándose con las maravillas visuales de ahí. Moira transmitía una energía positiva, contagiando a Edith y a Erriel en cuestión de segundos.
Comenzaron las risas, los juegos y las correteadas por el bosque, hasta que decidieron descansar. Llegaron a un gran claro, donde el césped era más verde y las flores proliferaban por todas partes.
Era hogar de abejas, conejos y erizos, que de vez en cuando se reunían a beber del afluente que cortaba el claro en dos.
—Es perfecto —dijo Moira, empezando a armar algo con los tablones y las telas.
Edith sintió curiosidad.
—¿Qué es lo que haces? —Se acercó por detrás de la bermeja, viéndola.
—Tan solo espera, y lo verás —contestó esta.
Y en cuestión de media hora, Moira concluyó su trabajo.
—¿Lienzos? —preguntó Edith, viendo como la chica sacaba de su bolsa un montón de recipientes coloridos.
—Nunca es mal momento para inspirarnos, Edith —exclamó la pelirroja menor—. Suelo pintar cuando he de sentirme vacía, triste o agobiada, es… terapéutico.
Edith hizo una mueca de desilusión.
—Yo no sé pintar, Moira.
—Pero intentarás, y aunque salga mal, será increíble.
El par de amigas empezó. Sacaron las pinturas y tomaron como referencia el paisaje, dejándose llevar por los sonidos, aromas y colores. No tuvieron prisa.
La pelirroja sintió una incomodidad en su mano al tomar el pincel. Miró hacia ahí, y pudo sentir otra vez el dolor: cuando se distraía, aquella herida pasaba desapercibida durante horas, pero al recordar la tortura, casi de inmediato le llegaban las punzadas.
Trató de sostener el pincel de distintas formas, hasta que por fin consiguió una postura cómoda.
Edith suspiró, concentrándose otra vez en su lienzo.
Erriel correteaba por el claro, jugando con las mariposas, y Edith embadurnaba su lienzo sin encontrar alguna forma convincente. En cambio, Moira retrataba a la perfección el entorno.
—¿Dónde hubiste aprendido a pintar de esta forma? —preguntó Edith, viendo la belleza de su cuadro.
—Observaba a los artistas de Austro desde lo lejos, cuando estos se posaban frente a las iglesias o plazas para retratar escenarios —contestó ella—, me pareció aburrido al principio, pero cuando vi las maravillas que estos hacían…
Edith recordó su primera visita a Austro, más concretamente la vez en la que visitó a Odhilia. Su mente la transportó a la entrada, donde los cuadros colgaban de las paredes y los girasoles ornamentaban el castillo.
También pensó en el arte del Reino del Norte, pero este le recordó cuánto odiaba ese lugar, y lo mucho que soñaba con destruirlo.
—El arte plasma a las personas que ellos admiran. Curas, obispos, reyes... —dijo Edith—, esas mismas personas que nos aborrecen por ser pelirrojas.
Moira suspiró.
—Por eso mismo intento retratar lo más preciado que tenemos.
—¿Y qué es eso?
Editado: 20.07.2022