7 de febrero — invierno de 1617.
—Adiós, mi querida amiga —suspiró Edith, poniéndose de pie.
Tomó unas flores que yacían en el suelo del bosque y las colocó en la tierra recién movida, donde minutos atrás enterró a su mejor amiga.
Era duro ver cómo la gente se iba yendo, y Edith, ahogada en pena, quedaba sola poco a poco.
Se secó las lágrimas y tomó a Erriel en brazos. No quiso quedarse mucho tiempo más ahí, Pocatrol ya no era seguro:
—Vámonos, amigo mío… este sitio habrá de tragarnos si seguimos aquí.
Empezó a avanzar, dando pasos lentos. Su mente era un revoltijo de angustia y rabia, pero no quería estallar. Miró hacia atrás por última vez, y mientras caminaba, la tumba de su mejor amiga desaparecía entre las lianas y hierbajos del traicionero bosque.
12 de febrero — invierno de 1617.
—¡Seguid trabajando! —gritó el rey con un tono déspota.
Octabious golpeó el suelo con su pie, dándole orden a todos los esclavos que, con los ojos ya inflamados, seguían juntando cada pedacito de azufre que sobrara. Estaban en las fronteras entre Pocatrol y las llanuras, cerca de una cueva:
—No quiero que me desobedezcáis una vez más, ¡¿Habéis entendido?! si no os esforzáis, habré de exterminarlos con mis propias manos.
—Sí, majestad —dijeron al unísono varios de los hombres, que cargaban los últimos barriles de azufre.
Los guardarían en la cueva.
—¡Dejad de contestar y picad! ¡picad ahora! —apresuraba el hombre cada vez más. En poco menos de una semana, recolectaron un total de cincuenta barriles.
Los apilaban en carros, movidos por mulas de carga, las cuales viajaban desde las minas de azufre hasta la zona en cuestión. Utilizarían las bombas sulfurosas para sembrar el caos, y pocos lograrían sobrevivir.
Octabious observaba desde lejos el asunto, no quería dañar su vista ni cuerpo tan preciados. Daba órdenes, menospreciaba y apuraba, pues él lo quería así y así debía ser.
—Anochece, gente, más vale hayáis juntado por lo menos setenta barriles… de no ser así, os tocará caminar sobre brasas ardientes —bufó, viendo como los hombres entraban y salían de la cueva—. Podremos comenzar el ataque mañana a la noche, cuando nadie vea.
—¿Mañana a la noche? ¿ya? —preguntó un hombre, que bajaba un barril, apresurado.
—¿Quién ha de creerse usted para hablarme sin haber pedido permiso antes? —contestó Octabious.
—Soy más de lo que parezco, un simple esclavo para usted, majestad… y un héroe para mi gente —exclamó el muchacho con un tono engreído, provocando que Octabious comenzara a reír.
—Hágame el favor y corte su pellejo por usted mismo. No gastaré el filo de mis armas para asesinar a alguien tan miserable como usted —dijo el rey, acribillándolo con la mirada—. Vamos, tenemos una guerra que estallar.
Y trabajaron, y trabajaron, sin cesar su andar por un momento. Era una realidad, aquellos esclavos serian explotados hasta la muerte. Octabious no veía en ellos más que la mano de obra, y no paró hasta conseguir setenta barriles de azufre.
Justo cuando la luna alcanzó su punto más alto.
—Deteneros por ahora, ya es suficiente. Nos quedaremos aquí los días necesarios para que, a la hora de avivar las llamas, nos aseguremos que salga tal cual fue pactado —concluyó el rey, al ver como sus anhelos de derrotar a Edith y su élite tomaban fuerza.
Al mismo tiempo, pero varios kilómetros adentro, Edith llegaba de recolectar ostras en el río, con una cara de pocos amigos. Hacía cinco días de la muerte de Moira, y su burbuja se cerró otra vez.
Tenía ojeras, el cabello desprolijo y una mirada gacha.
—¡Edith, regresaste! —Se oyó una voz a lo lejos.
Milosh, que cargaba un águila en el brazo. Aquella criatura imponía miedo, era inmensa… revoloteaba las alas de vez en cuando, asustando a la pelirroja.
—Hola, hermanito. —Sonrió ella, bastante distante—. Traje lo que pedíais… ostras.
Le lanzó la bolsa, haciendo que el rostro del duque se viera salpicado. Milosh suspiró.
—Edith, ¿podemos platicar? No te encuentro bien hace días. —Quiso acercarse a ella—, ¿es por…? —No pudo terminar de hablar.
—Sí —contestó la bermeja—, es por mi amiga que ya no está, a la cual amaba y quien murió de forma injusta, por mi culpa. ¿Algo más que desees saber, hermanito? —Lo miró con cansancio, y rodó los ojos para seguir su trayecto.
Dejó a Milosh plantado, y con Erriel se dirigió a la choza de Moira, donde un llantito empezaba a oírse metros antes de llegar.
Abrió la puerta y se dirigió a la cuna del bebé:
—¡No está! —gritó la pelirroja, infartada.
«Soy una pésima cuidadora… ¡una pésima!» se decía a sí misma «¿Qué haría Aria? ¿cómo actuaría ella?»
Pegó una patada al piso, descargando toda su angustia. Se dio la vuelta para ir a buscarlo, pero se topó con algo poco esperado.
Editado: 20.07.2022