Rostislav ordenó que todos se movilizaran: tocaba descender el cerro, para luego, escabullidos, dar el primer paso. El ambiente se envolvía en una densa niebla que dificultaba la visión.
Deimos se preparaba para la ocasión, el aire olía a metal, y el metal solo significaba una cosa en esos momentos. Muerte.
Se reunieron cual bandada de aves en medio de una tormenta. Una vez organizados, fueron dividiéndose en grupos pequeños para bajar el cerro con cuidado: había zonas inestables, y no querían perder gente.
—¿Crees que ganaremos? —preguntó Milosh, dirigiéndose a Blazh.
El colorado lo miró con entusiasmo. Se acercó a él, rodeándole el cuello con su brazo, y caminaron juntos mientras hablaban.
—Por supuesto que sí —dijo Blazh, confiado en que triunfarían—, las tácticas que Edith nos hubo contado serán eficaces… habremos de darles lo mismo que ellos nos dieron.
Milosh sonrió, pero algo en su pecho le resonaba, un mal presagio. Miró a su alrededor para ver a sus compañeros: Cargaban arcos, cuchillos, flechas y grasa animal para que estas fueran mortales.
Algunos tenían en sus brazos a las águilas, que iban con el rostro cubierto para no ponerse nerviosas. Matarían a algunas personas, eso estaba asegurado, pero los flechazos enemigos podrían tumbarlas con facilidad.
Muchas dudas y temores empezaron a florecer. Las estrategias eran buenas, pero el procedimiento podía ser diferente. Y cuanto más avanzaban, más inseguridades llegaron.
En cuestión de una hora ya estaban abajo.
Octabious debilitó gran parte de su ejército al haberlos mandado por el pasillo de la muerte. Los pocos soldados que tenía eran granjeros, traídos de regiones lejanas, y poco podían hacer.
El grupo caminó hasta llegar a una zona cercana. El tomar desprevenido al enemigo sería lo que probablemente les daría la victoria.
Más de mil personas formaban parte del caído Racktylern, y tal vez unos novecientos esclavos de parte de Octabious.
En armamento ganaba el rey, en estrategia Edith, pero el combate definiría todo, no las suposiciones.
—Estamos en el punto exacto de ataque —exclamó Rostislav para acto seguido sacar su arco—, deberíamos fraccionarnos en grupos, de unas doscientas personas, dividirnos el territorio y atacar al reino por sectores.
—Buena estrategia, hombre, yo iré con usted —contestó el rubio sumándose al grupo.
En poco tiempo las cuatro congregaciones estaban formadas. No podían perder tiempo, cada segundo era importante.
Edith y Erriel se encontraban junto a Milosh, Blazh y todas las demás personas.
—Ya es hora —comentó la pelirroja dando los primeros pasos, así se acercaban al reino.
Ese era un punto débil… el grupo de Edith podía encargarse de trepar la muralla y esconderse para atacar desde lo alto.
Utilizando la niebla como compañera, los grupos fueron acercándose al castillo y escondido debajo de las murallas, evitando la entrada principal para que los lacayos no supieran de donde los atacaban.
—Hemos llegado —dijo Edith—. Lancemos la cuerda, de a uno escalaremos las salvaguardas.
La pelirroja fue la primera en trepar.
Miró hacia arriba y pudo notar lo diminuta que era ante semejante muro de adoquín.
Edith comenzaba a asimilar lo que estaba a punto de hacer… su respiración se tornó agitada, su mente no procesaba tanta información.
Sus manos eran un constante temblar, como si un sismo arremetiera contra Deimos de un segundo a otro.
Y sin pensarlo dos veces, comenzó a escalar. Estiró sus brazos y se aferró a la soga.
Puso un pie sobre la roca, y con fuerza lo impulsó para dar un segundo paso. El tiempo parecía eterno, y las murallas aún más. Mientras escalaba, varias lágrimas caían para terminar cayendo en el frío suelo del prado, mimetizándose con el rocío.
Inspiró aire para relajarse, debía hacerlo. Su alma era un frenesí, y eso podía jugarle en contra.
«Resiste, Edith.». Se repetía una y otra vez la muchacha. Y cuando quiso percatarse, ya estaba a la mitad de camino.
No podía retroceder, no podía abandonar todo el esfuerzo que estaba haciendo. Miró hacia abajo y pudo ver el suelo intentando tragársela.
«¡Concéntrate!». Se gritó internamente. Con un movimiento ágil de cabeza, la pelirroja esfumó todos sus pensamientos para dejar la mente en blanco y continuar. Era lo único que podía hacer.
Y en esa zona, la muralla comenzaba a agrietarse. Carcomidos por la lluvia, el viento y el tiempo, cada cimiento fue erosionándose para dejar al desnudo sus puntas filosas y desprendimientos.
El terreno era escabroso, y no dejaría pasar a cualquier guerrero mediocre.
«Por aquí no…» Pensaba, con la vista clavada en las rocas. Movía sus piernas hallando un buen sitio por donde apoyarse, y tras varios segundos de buscar, lo había encontrado.
Sus manos no aguantaban más, los tendones podían verse, forcejeando por sostenerse un segundo más… y cuando pudo observar con claridad, ya estaba arriba.
Editado: 20.07.2022