Deimos — día de la batalla final.
El sonido del mar alteraba la audición. El oleaje y el viento de una noche en altamar sacudían a tres que viajaban sin rumbo fijo. Se oía un llanto.
—¿Cuánto tiempo pasó? —dijo una voz, desmoronada.
—La luz sigue encendida en el horizonte —contestó la otra alma en pena—, una hora quizás, o dos —dedujo, mientras miraba hacia un incendio.
—Estamos en aguas peligrosas, el destino nos llevó hacia el norte, rumbo al mar Arcano.
Los minutos transcurrieron: el mar impactaba contra la barca, sacudiéndolos de arriba a abajo sin esfuerzo.
El viaje continuó en un ruidoso silencio.
Su suerte quedó a manos del destino, y de la poca hambre que las orcas pudieran tener. El agua se veía negra, parecía como si un monstruo pudiera emerger de repente.
Surcaron las aguas más peligrosas existentes, las del mar Arcano, que tanta incertidumbre causaba. Lugar peculiar era, no por sus aires, no por su bravura, sino por sus sonidos.
Leves movimientos, correntadas de aire gélidas y hasta voces merodeando por ahí.
¿Cómo podía explicarse aquella situación? La respuesta era decepcionante: pocos sobrevivían como para contar lo que veían sin que se los tratara de locos.
—¿C...cuánto tiempo hubo pasado? —Volvió a despertar aquella voz.
—Unas seis horas, el fuego aún no se extinguió —respondió mientras tornaba la vista hacia atrás.
—No lograremos sobrevivir, Valak —dijo angustiada—, no hasta que veamos tierra firme.
—No digas eso, niña —contestó el pálido nauseabundo—, una marea no nos habrá de derruir tan rápido. Se lo prometimos a Edith, cuidaremos de esta criatura.
Y si una promesa era hecha, nadie podía romperla.
La lealtad era lo mínimo que los hermanos Aflausn podían brindarle. Al menos Valak, porque Melisende no dejaba de pensar en lo afortunada que era de tener a ese bebé.
Solo para ella.
—¿Qué haremos con el niño, Valak? —preguntó, nerviosa por oír la respuesta.
—Lo entregaremos cuando toda esa guerra haya cesado.
—Y… —Quería hablar, pero no podía.
—¿Qué sucede, Melisende?
—¿Y si nos lo quedamos, Valak? —lanzó la pregunta al aire, de repente—. Digo, no lo sé… siempre hube querido tener un hijo.
—¿Has enloquecido, acaso? ¡Melisende, ese no ha de ser tu hijo, quita esos pensamientos de tu mente ahora! —la retó, sabiendo de lo que era capaz con tal de cumplir sus sueños.
Y continuaron luchando contra el agua, calmando al niño y volviendo a remar: era lo único que podían hacer.
De un momento a otro, una masa de niebla comenzó a expandirse por todas las aguas. Era tenebroso.
—Lo que falt... —Melisende le tapó la boca a su hermano.
Rápidamente, arremangó los puñales para dejar ver las runas sobre su piel. No se irían a menos que una fuerza abismal le arrancara las extremidades a Melisende.
Justo lo que a Valak le sucedió tiempo atrás. ¿Lo bueno? No había cocodrilos en el mar Arcano.
Moviendo sus dedos de runa en runa, la pelinegra formó una frase.
«Haz silencio, algo merodea entre nosotros».
La piel de Valak comenzó a erizarse, como si la parca rozara el filo de la guadaña por su cuello.
Un eco lejano se oyó. Era una voz, que cobraba fuerzas. Poco a poco, los sonidos se alinearon y dejaron escuchar una conversación: una que iba justo hacia ellos.
El aire se atirantó. Y de pronto, una silueta se asomó por la niebla. Cada vez más cerca, cada vez más grande. No podían descifrar qué era. Deberían descubrirlo por sus propios medios.
«¿Qué es eso?».
Señaló la muchacha, entre escalofríos.
Un barco, tan grande para destrozarlos si impactaba contra ellos. Cierto aire macabro comenzó a llegar, como si la nave lo arrastrara… eran decenas y decenas de cazarrecompensas.
En silencio, el par de hermanos continuó remando, tanto como si su vida dependiera de ello. Mientras avanzaban, el barco navegaba en dirección contraria, pasando a escasos metros de ellos.
A simple vista podía notarse el objetivo de esa nave. Perseguir, atacar y desmantelar tripulaciones para hacerse con botines. La gracia del pillaje.
—¡Menudo botín pescamos hoy, ratas de navío! Ni la marea más brava pudo detenernos. —Se escuchó un grito de la popa.
Aquella voz penetraba los oídos ajenos.
Ruda y seca, como la muerte. Entre sus palabras se colaban silbidos, provocados, de seguro, por la falta de dientes.
—¡Arr! —gritaron los secuaces.
Sus gritos resonaban por todo el mar: eran hombres cubiertos de barbas y ropajes sucios, mal olor y ebriedad.
Editado: 20.07.2022