Inmortal

CAPÍTULO 2: "LOS NIÑOS DEL ÁRBOL ROJO" 186

Pasé el fin de semana encerrado en casa. Y no por gusto.

Mi padre tenía la llave que cerraba las puertas y ventanas de la casa, y ese finde la había usado. Todo porque había llegado tarde el viernes, pensando a cada paso en la tarde con Vel. Mi padre había salido antes del trabajo, y al no encontrarme en casa, había decidido ensañarse con nosotros.

Yo hacía de enfermera y de paciente a partes iguales, por poco.

Al llegar a casa, mi hermana ya tenía el pómulo hinchado, y antes de poder siquiera pronunciar una palabra, el cinturón de mi padre ya estaba impactando contra mi espalda. ¿Se suponía que debía ir el lunes a clase, esperar a Vel en la entrada de la facultad, y dejar que viera mi cara amoratada y mi labio partido? No.

Y no fui.

Ni el lunes.

Ni el martes.

Ni el miércoles.

Tampoco el jueves.

Pero era viernes. Los golpes de la cara ya se podían cubrir con maquillaje sin problema. El labio, podía decir que había sido por que me había caído con la bicicleta.

Ni siquiera tenía bicicleta.

Me quedé quieto en la entrada del campus de la facultad. Era pronto, mucho más de lo normal. No había casi nadie. Es más, ni siquiera había amanecido del todo, por lo que el cielo estaba teñido de todos rojizos, cálidos, y algún que otro azul. Índigo, diría yo.

Esperé, y esperé, y seguí esperando, fijándome en cada cara, en cada persona, hasta que, en la distancia, vi a Vel. Andaba con esa fluidez suya, con esa gracia, contoneando levemente sus caderas en cada paso, un movimiento que seguramente ni pensaba cuando lo hacía. Iba sola, con una carpeta de dibujo bajo el ala y un bolso de mensajero verde militar colgando del otro brazo.

Pensé en lo que le diría. En cómo actuaría. En como debía actuar y hablar. Y en… Básicamente en todo, joder. Seguro que pensaba que era un capullo, por haberla dejado plantada el lunes.

Se me encogía el corazón solo de imaginarla esperándome en el mismo sitio donde estaba yo ahora, viendo la gente pasar, agarrándose la correa de su bolsa en medio del pecho, mirando a ambos lados disimuladamente buscando a alguien que no estaba ahí, ni estaría.

Sentí asco de mí mismo por eso.

Y sentí repugnancia cuando vi que se paraba en seco a unos metros de mí, estática en medio de todo ese bullicio, y me miraba sin emoción.

Pero entonces cambió. Sonrió y vino a paso rápido hasta que llegó a mí.

–Hola. ¿Estás mejor? – preguntó, con un tono de preocupación en la voz. Yo asentí con la barbilla y le devolví el saludo, con ese tono seco de siempre que hubiera querido arrancar de mi garganta.

–Hola. Sí.

–Me alegro. Como no viniste el lunes y tampoco en toda la semana, pensé que estarías enfermo. Pero hacer buena cara, ya estás mejor. –Hizo un gesto con todo su cuerpo para que fuéramos yendo a clase, a través de los parques comunes del campus. Sin objetar, la seguí, en silencio, sintiéndome afortunado porque no hubiera perdido esa sonrisa para conmigo–. Por cierto, espero que no te sepa mal, pero en la clase de Reese estuve haciendo bocetos de varias ideas para el proyecto. No tienen concordancia entre ellas, por lo que no hay una idea clara, pero… Bueno, solo era para que lo supieras. El proyecto no se entrega hasta dentro de mucho, pero es mejor hacerlo estos días y así luego podemos dejarlo reposar un tiempo para luego ver si podemos mejorar algo o no. ¿Te parece?

–Sí.

Ella se desanimó un poco ante mi respuesta seca en comparación con la suya, tan amplia y con tanta emoción. Al ver como su sonrisa se hacía menos radiante, pero sin dejar de hacerla, me sentí mal y alargué mi respuesta.

–Quiero decir que sí, me parece bien. Es… Está bien. ¿Podré ver luego los bocetos? –Ella se animó con el hecho de que yo intentara hablar más y asintió con ganas.

–Sí; sí, claro. Hoy a última hora tenemos con Reese, así que podemos seguir. ¿Comes conmigo?

–¿Dónde?

–En la zona 2. –Por mi cara debió ver que no sabía cual era la zona 2, así que simplemente sonrió y especificó–: La zona de pícnic, la que está cerca del estanque.

–Ah. Ya, vale. Pues… ¿Te voy a buscar… o nos vemos allí?

–Ven a buscarme si quieres, porque tardaré. Tengo escultura antes de comer, con el profesor McGregor.

–Está bien. Iré a buscarte.

Me sonrió y seguimos andando hacia la facultad. Nos despedimos con un simple “hasta luego” y nos fuimos cada uno para un lado. Ella parecía tranquila, serena, pero yo estaba tan nervioso que no oía nada. Me golpeaba el corazón en los oídos, con fuerza. Llegué a clase sin recordar haber ido y me senté al final, como siempre, pero esta vez en una mesa, no en el suelo. Ese día no presté atención a dibujo técnico, cosa rara; ese día boceteé, con emoción. La boceteé a ella. No estaba detallado, los hacía rápido, pero se notaba que era ella. Cuando dibujas tantas veces algo, terminas por conocer las formas de memoria.

Y yo estaba seguro de que podría dibujarla con los ojos cerrados.

Apostaba mi vida por ello.




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