"Peligro"
Algo pasaba con Zoey. Si no, no estaría cruzando la calle Maple a las diez de la noche, cubierta por un abrigo que no abrigaba suficiente y en un miedo que no sabía de dónde venía.
El invierno apenas comenzaba, y ya dolía en la piel. Aunque llevaba bufanda y botas, el frío se filtraba como un susurro malicioso por las mangas, por el cuello, por la punta de mis dedos. Me maldije en silencio por no haber traído guantes.
La calle Maple era angosta, grisácea, flanqueada por edificios viejos. Si no fuera porque era la ruta más corta, habría ido por la avenida Quarry. Al menos allí había luces, movimiento, ruido. Aquí, todo parecía suspendido. Como si el mundo se hubiera olvidado de esta parte del mapa.
Pero no podía perder tiempo. Zoey me necesitaba.
Zoey. Mi mejor amiga.
Su enfermedad nunca tuvo nombre. Los médicos usaban palabras como neurológica y idiopática, pero para mí era solo una bestia invisible que le robaba la luz a sorbos. Esos dolores de cabeza no eran simples migrañas: eran tormentas que la dejaban rota por días, en hospitales con olor a desinfectante y ventanas sin cielo.
Yo la extrañaba. Extrañaba a la Zoey que se reía con cualquier tontería, la que se pintaba los labios de rojo solo para ver si Fleir la miraba. La que hacía planes para irnos de fiesta a embriagarnos.
Después de clases, solía ir a su casa y contarle todo: las clases, los chismes, lo solitario que se veía Fleir desde la ventana del aula, como si también la extrañara a ella. Zoey no lloraba por su enfermedad. Lloraba por todo lo que se estaba perdiendo.
Y a veces, yo también.
Le tomaba fotos del instituto y se las enseñaba. Era una forma de llevarle el mundo al que ya no podía regresar, aunque fuera en fragmentos de luz.
Un golpe de viento me sacó de esos pensamientos. Me abrazó con rabia y me hizo temblar. Intenté meter las manos en los bolsillos del abrigo, pero recordé, demasiado tarde, que no tenía bolsillos. ¿Cómo no me di cuenta antes?
Seguí caminando. La calle estaba sumida en la penumbra. Las ventanas de los edificios ofrecían un brillo apagado, como si les costara iluminar algo más que sus propias paredes. Solo una farola al final de la calle parpadeaba con insistencia, como una bengala moribunda.
De manera instintiva miré hacia atrás.
No vi a nadie. No escuché nada. Pero algo, algo, me estaba mirando. La piel de mi nuca se tensó, y el instinto gritó: no estás sola.
El silencio era casi perfecto, salvo por los sonidos lejanos de la ciudad: motores, alguna música perdida, voces que no alcanzaban a rescatarme.
Apuré el paso.
La farola seguía parpadeando, cada vez más cerca. Pensé que, si llegaba hasta ahí, me sentiría a salvo. Pero justo entonces, una puerta a mi izquierda se abrió de golpe, lanzando una ola de música metálica y distorsionada.
Tres hombres salieron riendo con cigarrillos encendidos. Fumar era lo de menos. Lo peor fue cómo me miraron.
La puerta se cerró, tragándose la música. Pero ellos no se fueron.
Sus risas murieron de golpe. Se quedaron ahí, mirándome.
Me detuve. El corazón latía como si quisiera advertirme de algo. O escapar sin mí.
Aquellos tipos de pronto me parecieron acesinos seriales. Llevan chaquetas de cuero, jeans ajustados y botas.
El primero tenía un escorpión tatuado en la mandíbula, que se deslizaba por el cuello hasta desaparecer bajo su chaqueta. El segundo, una barba espesa que parecía esconder su rostro por completo. El tercero, el más joven, llevaba un pañuelo oscuro atado a la cabeza. Pero sus ojos... sus ojos eran animales.
Me miraban como si yo fuera una gacela y él un león hambriento.
—Vaya, vaya... —dijo el del escorpión—. ¿Qué hace una niñita como tú sola a esta hora?
Dí un paso atrás. Pensé en correr, pero mis piernas no me obedecieron. El miedo es traicionero. Te dice que huyas mientras te ata los pies al suelo.
Se movieron rápido. Demasiado.
En segundos, me rodearon.
Sabía que aquel era mi fin. Pasaron miles de pensamientos por mi mente, incluyendo todas las cosas horribles que podrían hacerme. Lo más seguro era que terminaría con mi cuerpo sin vida sumergido en el río Willow Creek.
—¿A dónde vas, preciosa? —habló el del pañuelo, el que parecía querer abalanzarce sobre mí y arrancarme el cuelo—. ¿No quieres venir con nosotros? Te prometo que lo vas a disfrutar.
Quise gritar. Lo juro. Pero la garganta se me cerró. Mis pensamientos se volvieron gritos ahogados: no quiero morir, no así, no esta noche, no sola.
El de la barba intentó agarrarme de la mano. Retrocedí instintivamente... sin darme cuenta de que el del escorpión estaba detrás de mí. Choqué contra su pecho, y sus brazos me rodearon por la cintura.
Comenzaron a reír.
Mi mente era un caos. El corazón me golpeaba tan fuerte que apenas podía pensar. Las lágrimas me ardían detrás de los ojos, a punto de desbordarse. Me sentía impotente.
Paralizada.
Y lo peor de todo: no podía gritar. Mi voz se había perdido en alguna parte, abandonándome justo cuando más la necesitaba.
—Vamos adentro. Verás que no te arrepentirás —murmuró el que me tenía atrapada.
Podía sentir su aliento húmedo en mi cuello, cargado de alcohol, sudor y algo más... algo rancio y agrio que me revolvió el estómago.
Sentí náuseas. Una repulsión tan visceral que casi podía saborearla.
—¡Oigan!
Se escuchó una voz diferente proveniente. Fue como un relámpago en mitad del cielo oscuro: áspera, grave, profunda.
Todos nos volteamos al mismo tiempo.
Incluso yo. Algo parecido a la esperanza se abrió paso en mi pecho.
Desde las sombras emergió una figura encapuchada. Las luces de la calle apenas delineaban su silueta.
Dio un paso hacia nosotros.
Tenía el rostro cubierto, pero sus ojos... sus ojos eran lo único visible.
Brillaban con un tono rojo profundo, como brasas encendidas. Como fuego.