"La muerte siempre está cerca"
Zoey había muerto. Todavía no podía creerlo. Ya habían pasado Noche Buena, Navidad y Año Nuevo, pero la realidad seguía sin asentarse del todo. Ella no volvería. La vida no sería la misma sin ella.
¿Con quién iba a compartir mis locuras? ¿Quién se reiría conmigo hasta llorar? ¿Quién me acompañaría en las fiestas y se embriagaría hasta decir tonterías? ¿Por qué le pasó algo tan horrible a alguien como Zoey?
Lloré mucho en esos días. Mis ojos no podían más, ni mi corazón. Había un hueco en mi pecho, como un cráter que no paraba de sangrar. Sentía que esa herida ya la conocía... La misma que se abrió cuando murió mi hermano. Tenía doce años entonces. En ese momento no comprendía del todo la muerte, pero el impacto fue brutal. Partió mi vida en dos. Y ahora, todo se repetía.
La muerte era horrible. Una ladrona que me quitaba lo que más amaba.
Odiaba a la muerte. Tanto como odiaba que Zoey ya no estuviera.
En el instituto, todos me miraban con lástima y curiosidad, como si el dolor fuera algo raro, contagioso. Pero no me importaba. ¿Por qué se sentían tristes por mí? Yo no era la que había muerto.
Habían hecho un pequeño altar en el casillero de Zoey, justo al lado del mío. Cada vez que pasaba frente a él, ese rincón lleno de flores secas y papeles con mensajes cursis me recordaba que ella ya no estaba. Así que empecé a evitarlo. Al llegar, sacaba todos los libros que iba a necesitar en el día y no volvía a acercarme hasta la última hora. No quería abrir mi casillero. Aunque eso significara cargar con el peso de todos esos libros, igual que con el peso de su ausencia.
Algunos compañeros, incluso personas con las que jamás hablé, se acercaban a darme sus condolencias. Me miraban con ojos húmedos, como si compartieran mi dolor. Yo solo fingía que todo estaba bien. Pero por dentro... por dentro estaba hecha pedazos.
En literatura no podía evitar llorar. Cada vez que entraba, el profesor Garrer apenas comenzaba la clase y ya me dejaba salir. O directamente suspendía la lección. A veces me preguntaba si él también había perdido a alguien. Tal vez por eso lo entendía.
Hoy, como de costumbre, tocaba literatura. Era la última clase del día. Pero decidí no ir.
Caminé directo a mi casillero, sin mirar el de Zoey, y dejé mis libros. Luego me dirigí hacia la calle Winter, sin rumbo.
Mi madre no estaría en casa. Nadie me esperaba.
A nadie le importaba a qué hora llegara.
Era libre... o tal vez solo invisible.
Me detuve frente a la cafetería Star Coffee. Zoey y yo solíamos venir aquí después de clases. Siempre pedía malteadas. Le encantaban. Por un segundo pensé en entrar, pero el nudo en la garganta no me dejó.
—¡Hey, Avery! —me llamó una voz desde el otro lado de la calle.
Era Fleir, acompañado de dos chicos mayores. Estaban frente al bar El Oasis, uno de esos lugares que toleraban adolescentes siempre que fingieran tener edad suficiente. Me hacían señas para que me acercara.
Quise decir que no. Fleir también me recordaba a Zoey. Pero tal vez... un poco de alcohol ayudaría a silenciar los recuerdos. A apagar el dolor.
—Hola, ¿qué tal chicos? —respondí, intentando sonar tranquila, aunque por dentro me ardía la ansiedad.
—Todo bien —dijo Fleir, mientras uno de los otros me miraba de arriba a abajo, con descaro.
La verdad no lo entendía.
Mi cuerpo tenía volumen, eso era todo. Ni delgado ni del otro extremo. Solo… como era. Llevaba una chaqueta algo grande y jeans, el cabello castaño corto y algo revuelto por el viento. Mi piel pálida contrastaba con el leve sonrojo que no lograba controlar. Y mis ojos, según Zoey, tenían ese color avellana que “brillaba más cuando estaba por llorar”.
Pero yo nunca veía eso. Solo veía a alguien que intentaba parecer normal.
No quería sentirme incómoda por lo que, decidí ignorarlo.
—¿Quieres entrar un rato? Quería preguntarte algo sobre Zoey —dijo, bajando el tono de voz.
No quería hablar de ella. Esa conversación solo iba a desarmarme otra vez. Pero si iba a romperme, mejor hacerlo con un trago en la mano.
Entramos. Elegimos una mesa cerca de la barra. Pedí una copa, mientras los otros dos se sentaron aparte. No sabía por qué, pero sentía que Fleir tenía algo más que decir.
—¿Qué pasa, Fleir? ¿Por qué tanto misterio? —pregunté con una sonrisa fingida.
—No es misterio. Es solo que... —su expresión cambió de golpe, se volvió más seria, más triste—. Sé que ella ya no está, pero... ¿ella sentía algo por mí, cierto?
Sus ojos marrones me buscaron con una súplica silenciosa. Me quedé en silencio un momento.
—Sí —respondí al fin, con un suspiro. El recuerdo de Zoey me apretó el pecho. Su amor por Fleir fue siempre su secreto más preciado. Nunca tuvo la oportunidad de decirlo en voz alta. Ahora, era demasiado tarde.
—Yo también... —confesó Fleir, bajando la mirada—. Siempre lo supe. Pero nunca me animé. No sé qué hacer con eso ahora.
Me mordí el labio. Verlo así, tan roto, dolía más de lo que esperaba.
Pero no había respuestas. No para ese tipo de dolor.
—Ya no puedes hacer nada. Solo... dejarlo ir -dije, mi voz cargada de tristeza.
Fleir asintió en silencio. Su rostro mostraba el mismo vacío que yo llevaba por dentro.
—Tienes razón. Es demasiado tarde.
Lo dijo en voz baja, y aunque no añadió nada más, lo vi en sus ojos. Ese tipo de dolor que no necesita palabras, que se siente como un taladro en el pecho. Me vi reflejada en él. En esa tristeza muda. Pero pensar en lo que ya no podía cambiar no servía de nada. Zoey se había ido. No había vuelta atrás.
Después de varios tragos, el whiskey me adormecía los sentidos. La culpa se iba disolviendo en el fondo del vaso. Fleir y los demás chicos se marcharon, aunque insistieron en acompañarme. Me negué. No podía volver a casa todavía. A enfrentar el silencio. A enfrentar la soledad que me esperaba allí. Quería seguir bebiendo, quería apagarme un rato. Dejar de sentir.