"El chico de ojos extraños"
Tenía la certeza de que Lucas era el responsable de las desapariciones… si es que esas historias eran reales. Tal vez por eso sentí tanto alivio al saber lo que le había pasado. Al igual que los tipos de la calle Maple, probablemente no volvería a ver la luz del sol. Y sinceramente, no me importaba. No causaría más daño a nadie.
—Draven, ¿cierto? Ese es tu nombre —pregunté, rebuscando en mi memoria.
Levanté la cabeza apenas y miré a mi alrededor. Íbamos por Grime Route. Estábamos cerca de mi casa. Él aún me llevaba en brazos, y agradecí profundamente no tener que poner un pie en el suelo. Sentía el cuerpo tan débil, tan agotado, que ni siquiera el miedo o el alcohol podían mantenerme erguida.
—Así es —respondió, su voz áspera y tranquila, como si nada de todo esto fuera inusual para él.
Su corazón latía con calma, como si cargarme durante varias cuadras no significara ningún esfuerzo. Volví a hundir el rostro en su hombro. Su olor a primavera volvió a invadirme. Era agradable. Me protegía del frío… y de mí misma.
Estaba cansada. Cansada del susto, de la pelea, del peso que me arrastraba desde hacía meses. Pero, por alguna razón, en sus brazos me sentía… a salvo. Draven me ofrecía esa sensación.
—¿Cómo es que siempre apareces cuando estoy en peligro? ¿Eres un ángel guardián o algo así? —dije en un tono entre sarcástico y esperanzado.
—¿Y cómo es que siempre terminas en peligro? —respondió él con calma, como si mi pregunta fuera irrelevante.
No lo había pensado así. Y aunque lo preguntó sin malicia, me desarmó. ¿Era eso? ¿Me estaba metiendo en situaciones peligrosas a propósito? ¿O era el mundo el que tenía algo personal conmigo?
—¿Acaso quieres morir, o simplemente te gusta el peligro?
Abrí la boca para responder, pero no encontré nada que no sonara patético. Porque la verdad era esa, la que no quería decir en voz alta.
Levanté la cabeza y lo miré, aunque aún no podía ver bien su rostro bajo la tela que lo cubría. Sus ojos —esa combinación inquietante de rojo y ámbar— brillaban con una intensidad menor que antes. Más apagados. Casi tristes.
—A veces… creo que sería más fácil morir. La vida es demasiado complicada y dolorosa —confesé.
Sentí cómo su cuerpo se tensaba apenas. Giró un poco el rostro, lo suficiente como para ver su ceño fruncido bajo la sombra. No le gustó lo que dije. Pero no respondió. Solo volvió la mirada hacia la calle.
—¿Por qué tus ojos son rojos? —pregunté, intrigada.
Eran ojos extraños, tan poco humanos… y sin embargo, eran lo único que podía ver de él.
—¿Por qué haces tantas preguntas? —dijo sin mirarme, con un tono neutro, algo fastidiado.
—Porque soy curiosa. Y tú… eres extraño. Siempre cubres tu rostro, y tus ojos…
—Mis ojos son así. Eso es todo —interrumpió, soltando un suspiro impaciente.
Me callé. Tal vez había cruzado algún límite. Así que volví a apoyar la cabeza en su hombro y dejé que el silencio llenara el ambiente de nuevo. El cansancio comenzaba a ganarme. Apenas susurré un “gracias” antes de que mis ojos se cerraran del todo.
No sé cuánto tiempo pasó. Solo sé que, cuando abrí los ojos de nuevo, estábamos frente a mi casa.
—Hemos llegado —dijo, como si fuera lo más natural del mundo.
¿Cómo sabía dónde vivía? No quise preguntar. Mi mente estaba demasiado nublada.
Me dejó con suavidad sobre el suelo, como si tuviera miedo de romperme. El contraste entre su fuerza y su cuidado fue desconcertante.
—Espera… —dije antes de que se alejara—. ¿No quieres entrar? No hay nadie.
Quise sonar casual. No era una invitación con segundas intenciones. Solo… gratitud.
—Es mejor que no —respondió, y se descubrió el rostro.
Bajó la tela que lo cubría y dejó caer la capucha. La luz del porche iluminó sus facciones… y sentí que el aire se me escapaba de los pulmones.
Era hermoso. Pero no de la forma en que son los chicos lindos de las películas. No. Era una belleza intensa, peligrosa. Como observar una tormenta desde demasiado cerca. Una belleza que dolía.
Sus ojos, aún más brillantes bajo la luz tenue, parecían fuego líquido. Sus labios formaban una línea precisa, y su mandíbula era tan firme como si la hubieran esculpido. El cabello oscuro le caía sobre la frente en mechones rebeldes.
Me quedé quieta, en silencio, intentando no parecer idiota mientras lo observaba. Cerré la boca, para no dejar caer la lengua, y lo único que pude pensar fue:
¡Vaya!
Era un misterio con rostro perfecto. Que combinación tan fascinante.
Y yo no sabía en qué me estaba metiendo.
—Escucha, será mejor que me vaya —dijo. Su rostro era una máscara, sin emoción alguna.
—Solo quiero agradecerte. ¡Por favor! Solo un poco de chocolate caliente... Siempre lo bebo sola —insistí, con una súplica que no había planeado. Vulnerable. Frágil. Mi voz temblaba, y no era por el frío. Era por el silencio que se venía conmigo cada vez que cerraba esa puerta—. Mi padre siempre está de viaje. Y mi madre… nunca está.
No quería estar sola. No después de lo que había pasado.
Por un instante, él tampoco dijo nada. Sus ojos se desviaron, como si mis palabras lo hubieran descolocado. Bajó la mirada, y en ese gesto fugaz creí ver una grieta diminuta en su coraza.
No esperé una respuesta clara. Tomé su silencio como un sí.
Me incorporé de un salto, tomé las llaves y abrí la puerta. Y sin pensarlo demasiado, tomé su mano. Era fría al tacto, como esperaba... pero no se apartó. Al contrario, se quedó quieto, observando nuestras manos entrelazadas con el ceño apenas fruncido. Como si ni él mismo entendiera por qué no se soltaba.
Y yo tampoco lo entendía.
Pero sabía que él sentía lo mismo que yo: esa sensación extraña, eléctrica... y extrañamente reconfortante.
Lo guié hacia la cocina. Draven se quedó de pie en medio del lugar, como si no supiera qué hacer con ese espacio. Le hice un gesto para que se sentara en una de las sillas junto a la isla de mármol. Lo hizo sin decir nada, con sus ojos clavados en mí, como si observarme lo ayudara a sostenerse.