"Cruzar la línea"
El viento era frío esa tarde, y las ramas del bosque crujían como si bisbisaran advertencias. Aun así, caminé. Mis pasos me llevaron al mismo lugar de siempre, aunque esta vez no lo hacía por impulso. Lo buscaba.
Lo necesitaba.
Había demasiadas preguntas sin respuesta. Y una que dolía más que todas.
Mis pasos eran torpes, arrastrados. No tenía miedo a lo que podría encontrar... sino a lo que podía confirmar.
Las desapariciones. Las noticias. Los rostros pegados en los postes de luz, cada vez más cerca de mi mundo. De mi casa. De mí.
Y él... Siempre cerca. Siempre oculto en las sombras. Observando. Esperando.
¿Qué pasaría si la pregunta que me quemaba por dentro tenía la peor de las respuestas?
Un escalofrío me recorrió completa.
Lo vi antes de cruzar la línea de árboles. Estaba allí, como si me hubiese estado esperando. Apoyado contra un tronco, con los brazos cruzados y los ojos fijos en mí. Serio. Inmóvil. Como una estatua a punto de despertar.
Mi corazón se aceleró.
Él, no se movió.
Sus ojos crepitaban bajo la sombra de su capucha, y su rostro estaba tenso, impasible, como esculpido en piedra. Pero algo en su postura delataba que no estaba tranquilo.
Tampoco yo.
—¿Por qué no me sorprende? —murmuró con voz grave, casi apagada.
Di un paso más, temblorosa.
—¿Me seguiste?
—No tengo que hacerlo. Siempre vienes.
Sentí el reproche en su tono. Pero había algo más. Frustración.
Me detuve a pocos metros.
—Quiero saber algo —dije, intentando que mi voz no temblara—. Necesito saberlo.
Sus ojos se entrecerraron, su cuerpo se tensó.
Tragué saliva.
—Yo… —murmuré. Sentí cómo mi garganta se cerraba, como si una parte de mí no quisiera seguir—. Hay cosas que no entiendo. Que me asustan. Y tú…
No terminé. Él frunció levemente el ceño.
—¿Qué es lo que quieres entender?
—No lo sé. Y eso es lo peor. —Bajé la mirada, tratando de calmar mi respiración—. Desde que llegaste, algo en mí se rompe y se acomoda al mismo tiempo. Pero ahora... la gente está desapareciendo, Draven. Personas reales.
Silencio. Pesado. Cortante.
Mis dedos temblaron. Las palabras me dolían incluso antes de decirlas.
—¿Tienes algo que ver con eso? —mi voz salió más baja de lo que esperaba, pero no tembló.
El mundo pareció detenerse.
Sus ojos —rojizos, encendidos como brasas— se fijaron en los míos. No estaba furioso, tampoco sorprendido. Solo una herida silenciosa.
—¿Eso piensas de mí? —preguntó, su voz apenas un susurro.
—No quiero pensarlo. Pero no sé quién eres. No sé qué eres. Solo sé que cada vez que estás cerca, algo en mí cambia. Algo en el mundo cambia. Y eso me confunde.
Su mandíbula se tensó, y sus ojos se entornaron, como si se debatiera entre el impulso de acercarse y la necesidad de alejarse.
—No soy la amenaza que deberías temer —dijo al fin, grave, directo—. Pero no soy lo que estás acostumbrada a ver. Lo que soy… podría destruirte si no sabes cómo mirar —Dio un paso hacia mí—. Y tú me estás mirando demasiado.
Mi corazón martilló en el pecho. Él inspiró hondo, como si le doliera hablar.
—No tengo nada que ver con esas desapariciones —continuó—. Si es lo que quieres saber, Avery.
Mis ojos se llenaron de lágrimas que no sabía que estaban ahí. El alivio me atravesó el pecho como un relámpago. Lo creí. No sabía por qué, pero lo creí.
Un músculo en su mandíbula se contrajo. Se acercó, un paso apenas, como si luchara contra sí mismo.
—Lo que soy... no cambia lo que no te haría. —Su mirada me quemó—. No vine aquí por ti, Avery. No al principio. Pero ahora...
Se detuvo. Se maldijo en voz baja y miró hacia otro lado.
Yo tragué saliva.
—¿Entonces por qué estás siempre cerca?
Él cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, su expresión había cambiado. Seguía serio, pero ya no era hielo. Era otra cosa. Algo que me dejó sin aire.
—Porque no puedo dejar que te pase nada. Porque no debería importarme… pero me importa.
Mi corazón se desbocó. Su confesión fue torpe, silenciosa… desesperadamente honesta.
—Draven…
Él retrocedió un paso, como si mi voz lo empujara.
—No preguntes más —dijo con voz grave—. No todavía. Si cruzas esa línea, no voy a poder alejarme. Y tú...
Se quedó en silencio. Yo hice lo mismo, no quería decir nada que lo impulsara a querer marcharse.
Se quedó quieto, a pocos pasos de mí, y el bosque alrededor pareció contener el aliento. Sentí que no debía hablar, pero al mismo tiempo... no quería que se marchara sin escuchar algo de mí. Algo real.
—De niña tenía miedo a la oscuridad —dije después de unos minutos de silencio, sin pensarlo. Ni siquiera lo miraba, solo observaba cómo las hojas caídas se movían bajo el viento, como si esperaran su turno para decir algo—. No por lo que podía haber… sino por lo que no podía ver.
Sentí su mirada clavada en mí, pero no me interrumpió.
—Mi mamá dejaba una lámpara encendida en el pasillo, con luz cálida, de esas que no alumbran mucho. Solo lo justo para que el mundo no desapareciera por completo. Me dormía mirando esa luz desde la rendija de la puerta. —Tragué saliva—. Ahora dejo la ventana abierta por las noches. A veces me gusta mirar el cielo. No por las estrellas. Me gusta cómo la oscuridad se mueve… como si respirara.
Levanté la vista.
Él me observaba en silencio, pero sus facciones ya no eran tan duras. Seguían serias, pero algo en su expresión se había suavizado. Como si hubiera escuchado cada palabra más allá del sonido.
—¿Por qué me cuentas eso? —preguntó en voz baja.
—No lo sé. Tal vez porque tú siempre estás en la oscuridad… pero no pareces temerle. Y cuando estás cerca… yo tampoco.
Vi un leve movimiento en la comisura de su boca. No era una sonrisa. Pero lo más parecido que había visto en él hasta ahora.