[ El mundo había enloquecido.
Desde que aquel virus se desató, nuestras realidades se distorsionaron y las prioridades de antes pasaron a segundo plano. Ahora, lo único que importaba era sobrevivir...
Pese a los gritos de súplica de mi padre, bajé las escaleras con mi maleta en mano, siendo precavida de no saltear ningún escalón y tropezar por error. Era una mañana fría, lo supe debido a las espesas nubes que ocultaban el cielo celeste y brillante, las cuales vi a través de las ventanas del comedor cuando, dando pasos agigantados y evitando que papá me alcanzara, lo atravesé. Al cruzar el umbral de la puerta de entrada, juré que el aire pudo haber congelado mi sangre, de haberla tenido corriendo por mis venas.
Dentro de casa, la paz reinaba, así era la convivencia con mi padre; él cargaba una paciencia inigualable, y yo amenazaba con llevarla a la ruina. No perdía los estribos con facilidad. Fuera de casa, el caos y las guerras azotaban a los humanos; pequeños grupos enmascarados entraban a supermercados y asaltaban con armas de fuego, los hospitales no daban abasto, miles de científicos trabajaban sin descanso para encontrar la cura, las personas morían en las calles y se asesinaban entre ellas, con el fin de obtener una ración de comida.
El ruido de las fábricas habían cesado hacían ya cinco meses. Bastaron un par de días para que todos enloquecieran ante la falta de producción, de mercancía en las estanterías y, sobre todo, de carne. Optaron por el canibalismo, los sacrificios a animales domésticos y por cremar a los contagiados. Entre morir o matar, a ninguno le temblaba el pulso al tener que presionar el gatillo.
... a cualquier precio. ]