El viento cargado de cenizas soplaba suavemente, acariciando mi rostro con un frío implacable. En la distancia, las luces del cuartel centelleaban como estrellas artificiales, tan fuera de lugar en este mundo desmoronado. Dunner estaba a mi lado, su presencia cálida y reconfortante, pero también un recordatorio de lo mucho que habíamos cambiado.
—Daina —su voz apenas era un susurro, pero lo sentí como un golpe directo al corazón.
Me giré hacia él, buscando en su mirada una certeza que yo misma no podía ofrecerle. En sus ojos había algo más profundo que el miedo; una mezcla de amor, esperanza y resignación. Era como si supiera que nuestro tiempo juntos pendía de un hilo demasiado fino para soportar el peso de lo que éramos y de lo que pronto tendríamos que ser.
—No quiero perderte —sus palabras eran simples, pero cargadas de una intensidad que me hizo temblar.
Levanté una mano y la apoyé en su rostro. Era una caricia torpe, insegura, pero real.
—No me perderás, Dunn. Pero tampoco me detendré.
Él cerró los ojos ante mi confesión, como si intentara guardar ese momento en algún rincón seguro de su mente. Lo sabía, lo entendía; la batalla que estábamos a punto de enfrentar no era solo contra el mundo que se derrumbaba a nuestro alrededor, sino también contra las promesas que nos ataban el uno al otro.
Cuando nuestros labios se encontraron, el tiempo pareció detenerse. No había soldados, ni experimentos, ni traiciones en ese instante. Solo éramos nosotros, dos almas tratando de encontrar calor en medio de una tormenta de hielo.
Pero en el fondo, ambos sabíamos que el amor no era suficiente para salvarnos. Y, sin embargo, lo intentamos.
Porque cuando el mundo está en llamas, incluso una chispa puede ser todo lo que necesitas para mantenerte vivo.